Advertencia: este material contiene descripciones explícitas y discusiones en torno a conductas suicidas, autolesiones y consumo de sustancias. Puede ser potencialmente detonante para lectores sensibles a estos temas. Si necesitas ayuda, contacta a profesionales. Línea de la Vida: 800 911 2000
DOMINGA.- Los nombres se disuelven como pastillas dentro de una cerveza tibia. Primero fue Gerardo Arana. Luego Antonio Alcaraz. Después David H. Rambo. Y todos los demás. En la última década, más de 15 nombres se han sumado al osario de jóvenes poetas muertos en México. Todas muertes prematuras, muchas por suicidio, otros por exceso o por enfermedad.
Es una noche de viernes en la colonia Roma Sur. Estamos en Escandalar, una librería del tamaño de una cabina telefónica. Llego aquí interesado en contar de nuevo la historia de un club: un grupo de jóvenes poetas nacidos entre los ochenta y noventa, del que escribí hace más de una década por su particular afición a las drogas de farmacia –jarabe para la tos, pregabalina, xanax–.
Hoy vuelvo a buscarlos porque, me entero, un racimo de ellos han muerto en circunstancias dolorosas después de años de carcajadas, fiestas y lecturas de poesía; algunos trastocados por el consumo de sustancias, otros atravesados por la precariedad, el maltrato de las instituciones culturales, la depresión pandémica.

Afuera, en la banqueta, encuentro a Sandino Bucio –poeta y sobreviviente– aullando con micrófono en mano: “¿Dónde estás Sofía? Pásame tu ubicación, antes de que te quedes sin pila, antes de que hagan efecto las pastillas, antes de que te seduzcan las navajas, los somníferos, las vías…”.
A Sandino lo rodea una multitud: junkies adictos a los fanzines y a escuchar con atención las palabras de los otros; de mano en mano se pasa una que otra cerveza clandestina y hay, también, un ligero olor a solvente. Están aquí para rendir homenaje y anunciar El cielo detrás, el libro póstumo de Sofía Ochola (1994-2020), joven poeta que murió inédita. Lamentan que su familia haya decidido borrar sus redes sociales y todo su archivo digital.
"Se perdieron cuatro novelas, cientos de poemas", lamenta Bucio. "Sólo salvamos 24".
Veinticuatro poemas rescatados, 24 screenshots de un naufragio. Versos que hablan de memes, gifs pornográficos y niños Chernóbil; jarabe para la tos, cazafantasmas y Jurassic Park. Literatura de una generación que aprendió a escribir en la pantalla rota del celular, dándole la espalda a la academia, el canon, las editoriales. Una parte de ellos apostó por el consumo de sustancias y prácticas de sexualidad abierta. Después estallaron funas, denuncias, fracturas, escarnio digital. Ellas, ellos, nunca dejaron de escribir.
Ahora una lluvia ligera pixelea el aire. Los nombres de otros poetas muertos en los últimos años caen del cielo. Omar Gutiérrez, Javier Raya, Maiky Trauma. Fernando Salazar. Daniel Kryako. Algunos murieron de un infarto fulminante o ahogados por accidente en un río diáfano. O toreando carros en grandes avenidas como si la vida fuera un videojuego. O arrojándose a las vías del sistema de trastorno colectivo. O masticando un escarabajo de cianuro.
Es necesario repetirlo. No todos murieron por suicidio, no todos eran asiduos a prácticas de riesgo, ni todos eran cercanos o provenían del mismo contexto. Pero un buen porcentaje de ellos está atravesado por algunas de estas condiciones. Por incómodo que resulte, considero que estas conversaciones merecen abrirse; no para insistir en las heridas ni estigmatizar, sino para prevenir y reducir riesgos.
Sin embargo, es necesario no hacer explícitas las causas de muerte de cada uno de ellos y ellas. Es más importante recordar sus nombres, revisitar sus obras. Los medios de comunicación, las instituciones y otros espacios tienen una deuda con cada una de estas personas y las audiencias merecen un retrato propio, individual, de estas vidas prolíficas.
Horacio Warpola, Carlos Barraza, Bruno Darío, Julio Trujillo, Mildred Quien... Voces disidentes, digitales, la mayoría de ellas jóvenes. Algunos dejaron un legado de libros y fanzines sueltos; de otros apenas quedaron rastros entre los tuits borrados, las stories archivadas, los documentos perdidos. Ni siquiera la moraleja de que la poesía es un oficio extremo o una trampa abierta.
Porque las moralejas suelen simplificarlo todo. Como suele ocurrir, estas muertes son apenas un síntoma de un fenómeno más amplio que atraviesa no sólo a los poetas, sino a toda la población.

Y aunque la muerte de un amigo o un ser querido jamás es una estadística, mirar los números ayuda a clarificar: entre 2019 y 2024, el suicidio en jóvenes aumentó un 20 por ciento en México, según la Comisión Nacional de Salud Mental y Adicciones. Entre adolescentes de 10 a 17 años, se duplicó. La pandemia aceleró la tendencia pero no la explicó del todo. Hay algo más: una generación que creció entre la precariedad, la guerra contra el narco; las fallas permanentes del Estado y el olvido institucional a la cultura hicieron de la poesía un refugio frágil.
Poetas suicidas, además, existen desde siempre. México tiene su propia lista: Antonieta Rivas Mercado, Jaime Torres Bodet, Manuel Acuña, Jorge Cuesta. Alejandra Pizarnik, Alfonsina Storni, Pablo de Rokha en Latinoamérica. Y más allá: Pavese, de Nerval, Plath, Maiakovski, Xu Lizhi.

Lo que sorprende ahora es la aceleración: no se trata ya de chispas solitarias sino de una llamarada. En poco más de una década, una estampida de poetas jóvenes han caído al centro del fuego, un buen porcentaje por decisión propia.
Bucio continúa: “¿Dónde estás, Sofía? ¿En un tugurio enmohecido o en un rascacielos imantada por el vértigo? ¿En un paraíso de alucinaciones farmacéuticas o esperando que abran el metro? ¿En un motel barato o flotando suave en un mar de dextro?”.
Una hoguera para los poetas caídos
La “fogata aullante” ocurre durante la madrugada. Me dicen que la encienden cada año, más o menos, como un ritual informal para despedir a algún amigo. Las llamas se tragan un zapato, una camisa, una chamarra. El rito surgió en 2015, en casa de Sandino Bucio, tras la muerte de Antonio Alcaraz (1992-2015).
Lo apodaban El Hijo del Diablo por su rostro de niño que contrastaba con su voz de trueno y por su manera de evocar la locura cada que un micrófono caía en sus manos. “Transmutaremos a los perros cuando aprendamos que las palabras son ladridos y nuestra rabia sea incurable”, dice un verso suyo.
–Allí quemamos toda su ropa: cada que ardía una prenda recitábamos un poema suyo o uno dedicado a él –me cuenta Sandino–. La fogata la hicimos también cuando murió Sofía en 2020. Se ha vuelto una especie de tradición porque casi cada año muere un amigo poeta.
Sandino recuerda a su amigo Akira Moctezuma –también conocido como Genkidama Ñu– cuando a mitad de una lectura en el centro de Tlalpan, en 2008, se puso a recitar los nombres de personas desaparecidas. Por cada nombre se hacía un corte en la muñeca con una navaja.
–La poesía te empuja a buscar los límites de las palabras, las emociones. Algunos también, los límites de la ley o de la vida: ciertos poetas buscan todo el tiempo esos bordes –dice.
El fenómeno es conocido por las ciencias sociales. En 1974 el sociólogo David Phillips lo bautizó como el “Efecto Werther” en referencia al protagonista suicida de Las penas del joven Werther, novela de Goethe. Se dice que su publicación provocó una ola de suicidios al grado que la novela fue prohibida en varios países de Europa.
Más allá de la literatura –más allá de la poesía– Phillips descubrió que, un mes después del suicidio de Marilyn Monroe por una sobredosis de somníferos, se registró un pico de suicidios del 12 por ciento en Estados Unidos. Lo mismo ocurrió en 26 de los 33 suicidios que aparecieron en la portada del New York Times entre 1948 y 1967.
El poeta Omar Gutiérrez (1997-2020) tenía 23 años cuando se suicidó en Mérida, Yucatán, en agosto de 2020. Omar era más que un músico. Era un rolero: un poeta con una guitarra. Con Omar & los Invisibles dejó un puñado de canciones entrañables. Muchos vieron en él una reencarnación glitch de Rockdrigo González, por su manera en que le cantaba a la ciudad desde el humor nativo de internet y las redes sociales.
–El suicidio era uno de los temas que más le preocupaban. Su mejor amigo se había suicidado dos años antes. A veces no alcanzamos a dimensionar lo que significa un amigo en la vida de alguien –dice su hermana, Andrea Gutiérrez, por teléfono.
A partir del suicidio de Omar, Andrea decidió estudiar todo lo referente al desarrollo humano y la tanatología. Hoy sabe que la corteza prefrontal del ser humano termina de desarrollarse hasta los 25 años y que, en algún momento de esa etapa, la estructura cerebral sufre una completa metamorfosis. Y toda metamorfosis es tan delicada como violenta. Durante esos años, por ejemplo, el cerebro suspende toda noción de peligro.
–En esa primera juventud eres pura intensidad: todo se siente más –dice–. No es raro que, en esos años, la gente quede prendida de luchas sociales. Si eres artista y tu materia prima es la sensibilidad, estás doblemente expuesto. A esa edad, además, la familia pierde su papel de autoridad: la voz de la verdad son las amistades.
Y cuando una de esas amistades encuentra respuestas en la muerte, el resto busca imitarlo. Las reacciones en cadena son comunes en el fenómeno suicida. “Es como si se jalaran de la mano. Omar fue muy cercano a muchos jóvenes en circunstancias de riesgo suicida. Él quería ayudarles”, dice su hermana. En uno de sus últimos videos aparece en un cuarto apretado de grafitis cantando sin rimas para el canal de YouTube, Backyard Folks:
“Cambiaría hasta lo que no tengo por el viento de la carretera. Cambiaría todo lo que soy si lo que soy fuera pa’ que te gustara, sólo por una mueca tuya, por una señal de vida en vida o por un segundo de mi muerte. Para saber lo que sentiría y definir si es que me quiero ir de aquí…”

Bajo el efecto del jarabe para la tos
Jaime Tzompantzi solía guardar las evidencias: un costal donde almacenaba frascos vacíos de jarabe para la tos –dextrometorfano–. Hasta hace pocos años, este líquido viscoso con sabor a fresa era más que una medicina: un grupo de poetas mexicanos que escribía con la explícita intención de hackear la consistencia de los días, convirtió al dextro en un estandarte psicoactivo que protagonizó fiestas y poemas.
–A todos nos poseía un trip punk –confiesa Jaime Tzompantzi desde una azotea de la colonia Roma–. Estábamos atravesados por muchas cosas: la precariedad, las adicciones. Yo me consideraba adicto: a la pregabalina, al tramadol, al dextro.
Junto a sus colegas Nancy Niño-Feo y Axcel Bremurio, Jaime fue uno de los fundadores de Súper Ediciones Prisma, un experimento anfibio: mitad colectivo literario, mitad comando de guerrilla cultural. Su modelo de acción operó al margen de las becas y la industria editorial de 2017 a 2023 combinando una red de saberes piratas. Cada quien enseñaba al resto lo que sabían hacer: diseño por serigrafía, grafiti por edición. Además, adoptaron una logística de supervivencia que incluía libros impresos con papel rescatado, o fiestas financiadas con robo hormiga de supermercados. Su producción era mutante: libros compuestos sólo de solapas, poemas que experimentaban con el formato de cómic.
Pronto descubrieron los errores de su propio código: algunos habían convertido la pobreza en un credo estético, otros adoptaron las drogas como suplemento vitamínico. Y la tiranía de la falta de estructura, las cuentas que no salían. Después vino la muerte de Sofía Ochola y todo se desmoronó.
–Éramos una familia, una familia tóxica –ríe Jaime–. También sentíamos que se nos trataba con mucha condescendencia por parte de otros poetas. Nos veían y decían: “Ay no, los drogadictos, los que toman jarabe”. Con el tiempo podíamos llegar a ser amigos: cuando reconocían que además también éramos personas. A pesar de eso, muchos estaremos enamorados para siempre de esa etapa de nuestras vidas. Y por eso hay quienes no estarán de acuerdo con esto: nos equivocamos al romantizar la precariedad y el consumo de sustancias. Lo digo porque ahora hay una nueva generación, gente más joven y extremadamente talentosa que en el tema del consumo viene más pesada. Me parece que nos toca a nosotros hablar al respecto, abrir la conversación en torno a prácticas de cuidado y reducción de riesgos. Yo no voy a estigmatizar a las personas consumidoras. Nunca. Pero sí puedo decir que tengo una campaña abierta contra el meth, por ejemplo. No lo recomiendo.

Hay otras maneras de desatar el entusiasmo. La amistad. Y la poesía, por supuesto. Nada más poderoso que la palabra para detonar imágenes en la mente de las personas y, por tanto, en la realidad misma. El lenguaje es hechicería pura. Si a eso se suma la edición de libros, la organización de lecturas, fiestas, presentaciones, lo que resulta es una ecología del afecto: una suerte de engrudo que, al menos en el caso de Jaime, lo liga con los otros. A la distancia, sin embargo, intentaría hacer las cosas distinto. Se trata, insiste, de no utilizar tus herramientas más poderosas para destruirte.
El desencanto tras querer cambiar el mundo
A David H. Rambo (1983-2022) no le gustaba pronosticar sus pasos. Así lo dejó escrito. Lo suyo era “un pacto personal entre la pena y el peligro: la poesía”. Güero, gigante, barba de vikingo. Le gustaba declararse mexicano pues su lugar de nacimiento –Salt Lake, Utah– era “un pedazo más de un México robado e invadido por los gringos”.
Devoto del rapero 2Pac y del poeta Miguel Piñero, llegó a la Ciudad de México a los 16 años. Sólo regresó a Utah para licenciarse en Historia y Letras y, de paso, unirse a Las Boinas Cafés: una guerrilla urbana creada en 1968 por unos chicanos locos que, además de luchar contra la segregación racial y la brutalidad policiaca, reclamaban para México las tierras del sur de Estados Unidos. Hoy esta “milicia comunitaria” es acusada de proporcionar equipo táctico a los que protestan contra las redadas de ICE.
–David H. Rambo sí creía en una revolución armada. Después de licenciarse, en 2008, dejó Estados Unidos para siempre y viajó a Guatemala para apoyar en la creación de un partido socialista latinoamericano. Desde allí regresó en moto a Ciudad Juárez y se involucró en los movimientos de toma de puentes fronterizos junto a la poeta Susana Chávez [asesinada en 2011] cuando fue la ola de feminicidios.
Habla Pita Ochoa, poeta infrarrealista inmortalizada con el sobrenombre de Xóchitl García en Los detectives salvajes, la novela de Roberto Bolaño. Pareja de David H. Rambo hasta 2022, año en que él falleció, Ochoa es la heredera y administradora de su legado.
–David era un exceso. Exceso de generosidad y también de abuso de sustancias. Eso le restó salud: los médicos nunca supieron qué tenía. Si era el hígado graso, el bazo o la vesícula, no supimos. A él tampoco le interesó llevar una vida sana.
Pita conoce bien ese viejo afán de los poetas, sobre todo de los varones: el “malditismo”, “vivir sin timón y en el delirio”. Qué le van a contar a ella, que conoció de cerca a Mario Santiago Papasquiaro, quien murió atropellado en su vagar dipsómano. Qué de nuevo pueden decirle a ella que solía brindar con Ramón Méndez Estrada, otro poeta infra, quien murió de desnutrición en 2015. A ella que se aguantaba los panchos de Jesús Luis Benítez, al que José Agustín expulsó de La Onda a causa de su alcoholismo que terminó matándolo a los 31 años.
–Los poetas quieren cambiar el mundo –recuerda Pita–. Querer cambiar el mundo naturalmente te lleva al desencanto. Tal como están las cosas, tendríamos que cuidarnos más de todos aquellos que se presumen sanos. ¿Cómo podemos confiar en alguien que se llama sano cuando vivimos en una realidad enferma, violenta, abrumadora?
El poeta que escapó del consumo de drogas de farmacia
Contra todo pronóstico, Augusto Sonrics no desarrolló insomnio durante los tres meses que estuvo internado en una clínica de rehabilitación en Culiacán.
–En el anexo conocí la meditación –ríe–. Había memorizado un poema de Jack Kerouac, unas instrucciones para meditar. Cada noche lo repetía. Me ayudaba a dormir.
Durante años, Sonrics fue célebre por desarrollar una poética basada en el consumo de drogas de farmacia: dextrometorfano, difenhidramina, clonazepam. Ávido lector de las bitácoras de viaje que consumidores de sustancias de todo el mundo compartían en los foros virtuales de internet, Sonrics veía su consumo como un proyecto artístico en sí mismo. Fue la pandemia –la imagen de su padre luchando por conseguir oxígeno– lo que lo obligó a pedir ayuda: el mundo real se desmoronaba.

–Yo me estaba matando y no quería reconocerlo –dice consciente de haber escapado del colapso–. Hay un problema en el mundo del arte: la romantización de los excesos y el sufrimiento. Me refiero específicamente a los “poetas malditos” y al mito que se ha generado en torno a ellos. Porque sí, el poeta es quien ve la realidad de otra manera, eso es cierto. El problema es que, con esa excusa, estas prácticas de consumo se vuelven un requisito en ciertos grupos. Yo tampoco voy a condenar ningún consumo ni a contribuir a ningún estigma. Eso no significa que no se pueda hablar al respecto.
El “malditismo”, me cuentan otros poetas que coinciden con Sonrics, es un tema sensible en la comunidad. Un mito romántico que ha costado vidas y daños reales.
Más allá de las virtudes en la obra de los llamados Poetas Malditos –Arthur Rimbaud, Charles Baudelaire, Paul Verlaine y todos los que llegaron después– resulta absurdo que la vida y muerte de personas nacidas en la Europa del siglo XIX se promocione aún como modelo a seguir. Se escribe poesía a pesar del dolor, no gracias a él. Presentar la tragedia como único destino posible en el mundo del arte implica dar espacio a una pulsión fascista: validar la falsa creencia de que quienes rompan la norma, encuentren gozo en lo distinto o que apuesten por otra forma de vida, no merecen una existencia plena.
Sobrio pero todavía bajo las secuelas de las sustancias que ingirió por años, hoy Sonrics ve al consumo de drogas como un rito de paso que se extiende por la falta de condiciones económicas, sociales o contextuales para aterrizar en algún sitio firme. Una serpiente que se devora a sí misma. “Las paredes se debilitaron. Hay heridas que no siguen el tiempo, todos los días ceno lo mismo. Mañana me despertaré temprano y haré como si estuviera anexado”, escribió.
–Es un problema: las terapias de rehabilitación, el programa de 12 pasos está basado en un dogma moral. El Estado sigue abordando la adicción como un asunto criminal y no de salud pública. Las drogas y los fármacos de hoy son mucho más fuertes que hace años y los jóvenes, de cualquier forma, van a consumir: si no promovemos prácticas de reducción de riesgos esto se va a descontrolar.
Aunque hay poetas a los que sí les han sido útiles las clínicas de rehabilitación y los programas de Alcohólicos Anónimos. Allí fue donde Karloz Atl descubrió que podía sobrevivir de la poesía. De las violencias que marcaron su pasado no cuenta mucho. Sólo que terminó en uno de esos grupos de ayuda y, para sostener al grupo de exadictos que terminó apadrinando, tuvo que aprender a talonear sin pena, subirse a los camiones a vender paletas, a los microbuses a recitar versos: del pregón a la poesía.
–Con todo el respeto, no es lo mismo llegar al arte por el ambiente o por la preparación académica que por hambre. Lo mío era de vida o muerte.
Karloz habla desde el Locatl: un cuartel cultural en la Santa María la Ribera. Llegó a este barrio hace 13 años, para vivir con el poeta David H. Rambo. Junto a su entonces pareja, la poeta Cynthia Franco, Atl fundó el colectivo Poesía y Trayecto y juntos encabezaron una cruzada florida: pelear por cualquier beca o convocatoria enfocada en el fomento a la lectura y la escritura para inundar las calles, las plazas o los mercados de poesía y baile. Pronto, se les unió el poeta y saxofonista de Tlalnepantla, Carlos Titos Barraza (1988–2018), también líder de Sonido Mamalón.
–Titos murió a los 30 años cerca de Ottawa, en Canadá –lamenta Atl.
Antes de morir, Barraza se había mudado a Santa María Zacatepec, Puebla, junto a su pareja Sandra Araujo. Juntos fundaron El Xastle: una comunidad donde combinaban la actividad artística, la poesía y la música con los ciclos agrícolas, la siembra del maíz y el raspado del maguey para hacer pulque. Aprendieron de todo, cuenta Atl, quien intenta rendir honor al espíritu luminoso de su amigo. Decidieron irse a Canadá para juntar dinero y comprar su propia milpa. Allí encontraron a una comunidad ecoanarquista y se unieron.

–Un día Titos se metió al río Petite-Nation. Y pues se lo comió el agua. Yo ya no me pongo triste. ¿Quién no quiere una muerte así de diáfana, en la naturaleza? –dice.
“No importa si pierdes la cabeza, yo saldré a buscarla”
Poeta, cantante de punk, fanzinera y grafitera, Nancy Niño-Feo sirve café y suspira. En su casa el luto es una presencia permanente y ella se obliga a tratar con ternura a sus fantasmas. Afuera, un automóvil frena con un chirrido.
–No conocí a Toñito Alcaraz pero cuando leí sus poemas pensé: “Sí, es de mi especie”. A quien quise mucho fue a Horacio [Warpola]. Yo iba camino a verlo en la Feria del Libro de Guadalajara, donde presentarían la nueva edición de Meth Z, de Gerardo Arana.
Gerardo Arana es autor de una de las novelas más alucinantes de las últimas décadas, Meth Z. Una novela con forma de prisma donde el curso del tiempo y las versiones de la realidad se multiplican y distorsionan a causa de una droga: una que produce palabras, relatos, narrativa. Arana murió en 2012. Horacio Warpola, un poeta siempre interesado en los cruces entre el algoritmo, el código informático y la poesía, fue uno de los editores de Arana y uno de sus amigos más cercanos. Murió en 2024, un día antes de la presentación de la reedición de Meth Z.
–Estaba en la central de autobuses cuando me enteré de su muerte –dice Nancy Niño-Feo–. Llevaba en la mochila un libro de Sonrics. Sonrics me había pedido regalárselo.
Existen pocos días en que Nancy no piensa en sus amigos como Omar, como Horacio, como Sofía, con quien compartió departamento varios meses. Fue una de las primeras en enterarse de su partida.
Apenas en marzo pasado encontré Nancy en La Juanita: una cafetería weed friendly, sobre Avenida de los Insurgentes, en la Roma. Ahí estaban todos, en un evento organizado por Akira Moctezuma. Ahí estaban Disney Apodaca, Eduardo Laín, Jaime Tzompantzi, Sandino Bucio, Erick Diego, Karloz Atl; también Emiliano Escoto, hijo de Carlos Martínez Rentería, gestor cultural y poeta, muerto en 2022 por exceso –“por exceso de vida”, aclara Escoto–, el único de los finados que superó el medio siglo de edad.
Cada uno recitó los versos de un amigo muerto, intentando resucitarlo. Cuando Témok Saucedo quiso leer en su celular el Manifiesto Hiperabsurdista de su amigo David H. Rambo se encontró con que el poema había desaparecido de internet: “Error 404: la página que usted busca ha dejado de existir”, dijo al micrófono.
–Al funeral de Horacio no pude ir tampoco –dice Nancy–. Hoy, cuando doy talleres, uso siempre poemas suyos: les muestro a mis alumnos, por ejemplo, los bots que programó en Twitter para que escribieran poesía automática. También uso poemas de Sofía.

“Como sobrevivientes me parece que debemos hacer algo con el legado de nuestros amigos. También creo que tenemos la obligación de hacer algo con lo que nos ocurrió a todos. No podemos torturarnos más, no podemos ser violentos con nosotros o culparnos todos los días. Podemos estar mejor. Debemos estar mejor”.
Fue en La Juanita donde escuché a Nancy recitar de nuevo un poema que habla de aquellos años cuando el incendio era todavía suave y la muerte una posibilidad entre muchas otras, un poema sobre riesgo y poesía pero, antes que nada, un poema que habla sobre la amistad como un amuleto:
“Mis amigos el día que me enamoré del universo, mis amigos sonriendo el día que pateamos basura, el día que robamos mil OXXO’s, el día que rompimos la barrera de la telepatía, el día que me enamoré de la vida.
“Te prometo que no importa si olvidas quién eres mil veces, si tengo que buscarte en cada casa, en cada recuerdo en tu memoria. No importa si pierdes la cabeza yo saldré a encontrarla”.
Este contenido sufrió una edición posterior a su publicación original. Por si cabe alguna duda: la poesía no es el problema.
LG/GSC