DOMINGA.– Alisson recuerda con horror el momento en que un niño haitiano, que viajaba sobre la espalda de su padre, cayó al vacío de un acantilado del Tapón del Darién. Un paso en falso bastó para arrebatarle la vida al crío. Esta es la historia de una mamá ecuatoriana, un papá venezolano y un bebé chileno que han caminado muchas veredas, desde el sur del continente hasta la antesala del sueño americano.
La vida de Alisson, Franklin e Izael –una familia trinacional– muestra que la furia de Donald Trump no sólo gana primeras planas y la mirada atónita de un mundo que no da crédito ante tanta crueldad. Sus políticas racistas y discriminadoras truncan ilusiones, dejan heridas, causan muerte.
Aquellos pasos temblorosos en las lomas lodosas de la selva centroamericana los llevó a las calles de Polanco, donde dar unos pasos nerviosos les ganó un insulto clasista. No sería el primero ni el último. En medio del bullicio de la avenida Masaryk, un grito irrumpió en el alto vehicular: “¡Estúpidos! Así no se cruza la calle en México, ¡regresen a su país!”. Alisson, Franklin e Izael recibieron aquel insulto cargado de xenofobia, mientras intentaban atravesar la avenida con prisas, evitando el paso de cebra.

Hace diez meses, la familia trinacional llegó a México con la esperanza de continuar su travesía hacia Nueva York. Sin embargo, el camino se vio frustrado con el endurecimiento de las políticas migratorias impulsadas por Donald Trump. Por lo que los migrantes han tenido que retornar a sus países de origen, quedando atrapados en el vaivén de la migración en busca del sueño americano.
Pero para ellos el retorno no es cosa fácil: su situación migratoria irregular los hace pertenecer a tres naciones diferentes.
La historia de Alisson y Franklin comenzó en Quito, Ecuador, en el año 2021. Pero cuatro años antes Franklin había llegado desde San Cristóbal, Venezuela, a los 14 años, a Colombia. Su destino final era Ecuador para reunirse con su madre y sus hermanas. En 2017 las manifestaciones contra el régimen de Nicolas Maduro convulsionaron Venezuela, en aquel entonces Franklin era un niño que ayudaba a su abuela en un pequeño negocio, pero la venta de insumos alimenticios cayó debido a la crisis económica del país.
Alisson, en ese mismo año, se dedicaba a estudiar y ayudar a su madre en un negocio de comida, el destino los cruzó en las calles de la ciudad, donde los paseos y conversaciones se convirtieron en complicidad. Ambos deseaban comerse el mundo y se rebelaron contra la autoridad de sus padres. Él la esperaba en una plaza, compartían largas caminatas. El joven venezolano quedó cautivado por la pícara sonrisa, los ojos café claro y la cálida personalidad de la ecuatoriana.
Pronto se hicieron novios y al cumplir 18 años decidieron viajar juntos a Chile, con la esperanza de reunirse con familiares de Franklin que se habían ido allá.

En Santiago, Chile, la pareja encontró estabilidad. Si bien el mayor flujo migratorio busca cumplir el sueño de llegar a Estados Unidos, organizaciones en pro de los migrantes y refugiados han documentado que existe una importante cantidad de personas migrantes yendo al sur. Pero la migración latinoamericana en Chile no es del agrado de toda la población del país y, al igual que en Estados Unidos, las autoridades anuncian como un gran logro la expulsión de migrantes.
Así lo señaló el pasado 18 de mayo la cuenta oficial en X del Servicio Nacional de Migraciones de Chile, donde se menciona: “un país más seguro y justo para todos y todas. 34 personas fueron expulsadas hoy del país en un vuelo con destino a Bolivia, Colombia y Ecuador. En 2025, hemos expulsado de Chile a 402 personas mediante vuelos chárter y vuelos comerciales regulares”.
En su estancia en Chile, mientras Franklin era vendedor de cilindros de gas, Alisson trabajaba en un local de comida. Fueron tres años de esfuerzo, tiempo en el que nació Izael, en San Ramón. A los 21 años, ya convertidos en padres, una mala racha de desempleo los obligó a replantearse el futuro. Los ingresos mermaron drásticamente y los gastos aumentaron. Con el sueño de una vida mejor, emprendieron el camino migrante hacia el norte.

El camino migrante por los peligros del Darién
Izael tenía apenas cuatro meses cuando emprendió el viaje que marcaría su vida. En junio de 2024, la familia había llegado a Colombia y se preparaba para atravesar uno de los tramos más peligrosos de la ruta migrante: la selva del Tapón del Darién. Para proteger al bebé de la lluvia y la humedad, Alisson lo envolvió en una bolsa de plástico. Pero el ecosistema no dio tregua. La piel del pequeño pronto se cubrió de erupciones y manchas, debilitándolo hasta darle fiebre, mientras la angustia y el agotamiento se apoderaban de sus padres.
“Migrar con un bebé en brazos es duro”, advierte Alisson al recordar la travesía. El Darién une a Centroamérica con Sudamérica, tiene una extensión de más de 17 mil kilómetros cuadrados, comprende la provincia de Darién en Panamá y el norte de Chocó en Colombia. Pero conectar vía terrestre ha sido imposible, debido a que es una zona selvática y montañosa, lo que representa un obstáculo para la construcción de la Carretera Panamericana que podría conectar todo el continente.
Esta selva por años se ha convertido en un corredor para migrantes que buscan llegar a América del Norte, que en su camino enfrentan desafíos como lluvias torrenciales, deshidratación, enfermedades transmitidas por picaduras de insectos como el dengue, la malaria y más; además de ataques de animales salvajes y ahogamientos en las corrientes de los ríos. El Darién también tiene peligros que van más allá de la naturaleza, la región se ha convertido en un lugar de acción para los grupos delictivos que atacan a la población migrante y cometen actos de violencia, como trata de personas, abusos sexuales, tráfico de drogas y robos.

En su paso por el Darién, Alisson trató de llevar a su hijo en el regazo, pero al bajar una loma lodosa, La Llorona, se resbalaba. Tras dos caídas, desistió. Franklin tomó entonces la responsabilidad, colocó a su hijo en el portabebés y lo cargó.
La madre de Izael recuerda el momento en que un niño haitiano, que viajaba sobre la espalda de su padre, cayó al vacío por un acantilado. Un paso en falso bastó para arrebatarle la vida. La familia siguió caminando, pero el miedo y la desesperación perturbaba a Alisson. “No quería soltar a mi hijo. Se la pasó durmiendo, comiendo de mi seno. Me arrepentía de haber cruzado la selva. Pero al fin llegamos a Bajo Chiquito”, un campamento de la ONU, establecido en un pueblo de la selva en el lado de Panamá. “Era justo el Día del Padre”.
Tras tres días de caminata, la familia logró salir de la selva y sobrevivir a uno de los pasos más letales para los migrantes. Sólo en 2024, según cifras de Naciones Unidas, 174 personas perdieron la vida en esa inhóspita región. Aunque lograron continuar su viaje, fueron víctimas de estafadores.
Franklin describe a su hijo como el motor de su vida, el impulso que lo motiva a buscar mejores oportunidades laborales. Alisson, por su parte, afirma que el pequeño es un guerrero, que demostró su fortaleza desde el vientre. Su nacimiento estuvo marcado por una cesárea mal practicada que puso en peligro la vida de ambos. Izael pesó tres kilos con 800 gramos y midió 50 centímetros al nacer. Es un bebé enorme, a simple vista parece ocupar la cuarta parte del tamaño de Alisson.

El trayecto que siguió no estuvo exento de peligros. En Guatemala, la familia fue extorsionada por policías y, en la frontera sur de México, por hombres vestidos de civil que portaban armas. Todo indica que pertenecían al crimen organizado. Cada cuota pagada les permitía seguir adelante: dejar atrás las fincas donde retenían a los migrantes para subirse en camionetas abarrotadas de viajeros en la misma situación. Ambos coinciden en que México es el país más complicado para los migrantes.
En el camino migrante, pedir monedas termina siendo inevitable
Bajo los rayos del sol la familia caminó 26 kilómetros en Chiapas, solos y en caravana. En julio de 2024, su destino era la Ciudad de México, donde esperaban reunirse con una tía de Franklin que había llegado seis meses atrás. Pero en los límites de Oaxaca con Puebla, personal del Instituto Nacional de Migración detuvo el autobús donde viajaban, el conductor los delató: acusó que venían tres sin papeles.
Al saber que habían sido detenidos por agentes de Migración, Alisson suplicó que no detuvieran su camino, explicó que necesitaban seguir viajando para llegar con un doctor a que atendiera a Izael, que en ese momento tenía fiebre alta. Las súplicas no tuvieron efecto, por el contrario, culparon a los padres de ser irresponsables. “Vergüenza debería de darles. Su hijo está así por ustedes, ¡eres una mala madre!”, sentenció un agente.
“No tuvieron compasión y nos regresaron a Villa Hermosa [Tabasco]”, recuerda Franklin.
“Nos deportaron pero te dejan a la mitad, con la esperanza de subir de nuevo, no te regresan a tu país y así nos convertimos –los migrantes– en negocio para las autoridades mexicanas y para el crimen”, explica Alisson. La expresión de la mamá migrante resume cualquier intento por explicar que el negocio de la migración beneficia a autoridades y malandros.
En ese punto del camino, la familia se había quedado sin dinero, sus últimas monedas las ocupó para tomar el autobús que de Oaxaca los llevaría a la Ciudad de México. Al salir de la estación migratoria donde fueron deportados, ya no contaban con el apoyo monetario que la familia de Franklin había enviado. Para subsistir la familia trinacional hizo de todo. Alisson vendía paletas en cruceros viales con su hijo en brazos, el joven venezolano limpiaba vidrios. Pedir una moneda fue inevitable en algunos momentos. Con sus ingresos apenas iban al día, situación que retrasó unos meses su llegada a la capital.

A la tía de Franklin le cambió la suerte, para ella y para sus hijas salió la cita positiva en la extinta CBP One en julio de 2024 , dejaron el campamento de migrantes en la Plaza de la Soledad y llegaron a Estados Unidos. Para Franklin ese movimiento cambió sus planes, dejándolos solos en una ciudad ajena. Al llegar a la ciudad en octubre, acudieron a unos departamentos que les habían dicho eran especiales para migrantes, en Iztapalapa, cerca del metro Escuadrón 201.
Pagando 4 mil 500 pesos al mes, les prometieron un cuarto amueblado, con cama matrimonial, estantes para guardar su ropa, estufa y gabinetes de cocina. Pero al llegar la cama era más pequeña que una individual, no había más que unos muebles viejos y llenos de chinches, el baño era compartido y no contaban con estufa. Los insectos devoraron la piel de Izael y Franklin. Reclamaron al casero que les regresara el dinero que habían pagado por adelantado, pero éste amenazó con denunciarlos ante Migración.
Estafados y nuevamente sin dinero, la familia llegó a la Plaza de la Soledad, en el barrio de La Merced. Para tener derecho a un pequeño espacio en el campamento migrante, tuvieron que pagar 3 mil pesos que dieron a personas que esta familia ahora identifica como perteneciente a la delincuencia. El costo no contemplaba el acondicionamiento del espacio. Los denominados ‘ranchos’ son un intento de cuartos improvisados con madera, láminas y plásticos por donde se cuela el frío, el agua y las ratas. En el suyo apenas cabía un colchón usado, un mueble que funcionaba para colocar utensilios de la cocina y personales, contaban con una parrilla eléctrica, una licuadora, ropa que guardaban en bolsas negras de plástico y juguetes de Izael.
Así es la vida de los migrantes en La Merced
Durante siete meses el barrio de La Merced fue su hogar. Alisson señala que aunque en los ranchos no se cobra un arriendo mensual, los gastos eran otros: 100 pesos semanales por el uso de la luz (instalación irregular), ducharse cuesta 20 pesos, el acceso al baño 6 pesos. Además, las condiciones de salubridad eran lamentables.
Para sostener sus gastos la familia se empleó en todas las oportunidades. Alisson trabajó con su hijo en brazos vendiendo cucharas en un puesto ambulante, el sueldo prometido era de 200 pesos al día, luego bajó a 100 pesos y al final le dieron 50 pesos por jornadas de más de 10 horas. La misma persona que empleó a Alisson le dio trabajo a Franklin, la tarea era cocinar comida venezolana y venderla en zonas aledañas a La Merced y, aunque el sueldo no era tan malo, decidió dejar el trabajo debido a los malos tratos que recibió su pareja.
Franklin trabajó descargando camiones de mercancía en el Mercado de La Merced, limpiando pollos; en aquel momento pensaba que ahí tenía la posibilidad de llevar ese tipo de comida a su familia, pero al final sólo resultó en un pago de 20 pesos por jornada. En almacenes de productos de origen chino tuvo su trabajo más estable, durante la temporada decembrina, luego vinieron trabajos apoyando en puestos ambulantes y al final se empleó de ayudante general en el acondicionamiento de un local que sería un restaurante de comida china, aquí la promesa del sueldo era de 300 pesos al día, pero nuevamente el abuso laboral jugó en contra y en su última semana de trabajo sólo le pagaron 200 pesos.

Izael, el bebé migrante que no sonreía
Yo buscaba historias de esperanza. Migrantes que, al ver endurecidas las políticas antiinmigrantes en Estados Unidos, quisieran quedarse en México. Pero en la Plaza de la Soledad encontré lo contrario. Entre plásticos, cuartuchos improvisados e infancias jugando con crías de ratones, decenas de familias –en su mayoría venezolanas– rogaban por una alternativa, querían volver a sus países.
Elvira Madrid Romero, presidenta de la organización Brigada Callejera, que desde hace más de 30 años defiende derechos de trabajadoras sexuales y en años recientes a la población migrante, fue quien me presentó a los protagonistas de esta historia. Una en particular llamó mi atención: era una familia trinacional. Ahí conocí a Alisson, Franklin e Izael, un bebé que yo veía no sonreía.
El bebé contaba con un acta de nacimiento que acreditaba la nacionalidad chilena pero había vivido más de la mitad de su corta vida en México y amaba la tortilla de maíz. Literalmente, se le escurría la baba y se le encendían los ojos. La primera vez que platiqué con Alisson me confesó que, en casa, su hijo sí llegaba a sonreír. Pero no con extraños. Según expertos, la sonrisa consciente aparece entre los tres y cuatro meses, justo cuando comenzó el trayecto migrante de su familia. A los seis meses –cuando debe aparecer la llamada risa social– ya vivía en México, pero sin un entorno estable ni rostros familiares que le dieran seguridad y confort para dar rienda suelta a la sonrisa.
En la primera entrevista me manifestaron que deseaban retornar a Chile, pero Franklin no contaba con pasaporte emitido en su país, en realidad no tenía ningún documento original, sólo una copia de su cédula de identificación como venezolano que estaba enmicada y en copia a color; tampoco Izael, sólo Alisson tenía todos los papeles requeridos para abordar un avión, además sus recursos eran nulos.
El 31 de marzo recibí un mensaje de WhatsApp que decía: “nos están desalojando, no tenemos a donde ir, sólo juntamos para una noche en el hotel”, fue el mensaje de ayuda que Alisson me escribió. De inmediato pensé en un albergue, pero los disponibles los separarían a la hora de dormir. Sin pensarlo mucho ofrecí mi casa para alojarlos y durante algunas semanas presencié la transformación de Izael, que pasó de gatear a caminar y dejó a un lado la seriedad para compartir sonrisas que marcaban unos hoyuelos en sus mejillas.

La embajada de Chile en México apoyó facilitando un pasaporte para el bebé migrante pero, por la situación migratoria de sus padres, el destino de retorno no sería a ese país, sino a Ecuador. El 24 de abril la familia trinacional se separó, Alisson e Izael volaron a Quito gracias al programa Retorno Asistido Voluntario (RAV) de la ONU. Durante la despedida Alisson me dio un fuerte abrazo y dijo: “no pensé que iba a guardar un bonito recuerdo de México, pues aquí el sueño de llegar a Estados Unidos se derrumbó. Me sentía atrapada con mi familia pero ahora voy a extrañar este país y a las personas buenas como tú, gracias a ti aquí no todo fue tristeza”.
El retorno de familias migrantes rotas, una huida en reversa
En la página de la ONU se explica que “el Programa Regional de Retorno Voluntario Asistido es una respuesta de protección y apoyo [...] para facilitar el retorno digno, seguro, regular y ordenado, además de voluntario y basado en una decisión informada, de las personas migrantes a sus países de origen”.
El programa de RAV ha retornado de junio 2024 a junio 2025 a personas originarias de Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Honduras, Jamaica, México, Nicaragua, Pakistán, Panamá, Perú y Venezuela. En porcentajes de retornos, Colombia representa un 33%, Honduras 20%, Ecuador 17%, Venezuela 14%, El Salvador 7%, Guatemala 3%.
Respecto al perfil de los beneficiarios del programa, 28% son mujeres, 44% hombres, 13% niñas y 15% niños. Pero la nota está en las edades, casi la mitad son jóvenes: de 0 a 5 años 11%, de 6 a 12 años 11%, de 13 a 18 años 8%, 19 a 25 años 20%, 26 a 35 años 27%, 36 a 45 años 14%, 46 a 55 años 7% y de 56 años en adelante 2%. Las cifras reflejan más que estadísticas: son familias rotas, sueños truncados y huidas en reversa.
Franklin, al no contar con documentos de identidad, retornó a Ecuador por tierra, tardó cuatro semanas en encontrarse con su familia. De la Ciudad de México tomó un autobús a Tapachula, Chiapas. Su camino por Centroamérica fue a pie y en autobús, su familia que vive en Estados Unidos le envió dinero para llegar a su destino. En esta ocasión evitó el Tapón del Darién pero tuvo que pagar en Panamá un total de 180 dólares para cruzar en una lancha que salió de un puerto panameño con destino a La Miel, una localidad fronteriza con Colombia, cerca de Necoclí, el siguiente destino fue Ecuador para llegar con su familia y reconstruir su vida.

“No somos más ni menos que nadie, somos personas que hemos tenido problemas o nuestros países están pasando por malas situaciones económicas y políticas, entonces nos tocó migrar”, dice Alisson.
La familia trinacional vivió tres semanas en mi departamento. Alisson y Franklin en distintas ocasiones me dijeron que me consideraban una buena persona, con sus palabras recordaba la máxima premisa del periodista Richard Kapuściński: “Las malas personas no pueden ser buenos periodistas, sólo así se puede intentar comprender a las demás personas, sus intenciones, su fe, sus intereses, sus dificultades, sus tragedias”.
Cuando Kapuściński escribió aquella frase los flujos de la migración eran distintos, hoy la movilidad humana no sólo es por motivos de inseguridad en los países de origen, sino por la falta de oportunidades laborales y ahora por la represión hacia la comunidad migrante, obligándolos a regresar a los lugares de donde huyeron.
Como regalo de despedida decidí adelantar el festejo del Día del Niño y un poco antes de su partida los llevé a la plaza de Las Antenas en Iztapalapa, a Recórcholis, donde hay trampolines, trepidantes resbaladillas inflables y otras atracciones que desquician a los pequeños.
La familia migrante soltó sonrisas y lágrimas de felicidad, aquel día el rostro de Izael se notaba tranquilo, en palabras de su madre estaba relajado, me regaló una sonrisa que indicó que toda la travesía había valido la pena. Su primera carcajada la aventó desde esos ojos agradecidos, mientras estaba hundido en la alberca de pelotas de plástico.
Las fotografías se publican con autorización de la familia
GSC