Policía

La Batalla de Tubutama: así el clan de los Beltrán Leyva emboscó a la gente del ‘Chapo’

En 2010, ‘El Chapo’ intentó frenar el negocio de los Beltrán Leyva en una ruta de drogas, armas e indocumentados en Sonora. Así que los emboscó. Fue una masacre que nadie ganó.

DOMINGA.– Hay un pedazo de desierto en Sonora que los habitantes llaman “El Tercer Mundo”. Es una región de fronteras invisibles, ilocalizable en los mapas oficiales, pero que existe y comienza al salir de Caborca y termina en Arizona, pasando por los pueblos fantasma de Altar, Atil, Oquitoa y El Saric. Los pocos habitantes que resisten la tentación de mudarse dicen que es como sobrevivir en el sótano de una cueva. No hay ley, no hay seguridad, no hay prensa que cubra cómo el crimen organizado los pisotea.

Es un páramo silencioso que esconde masacres, como “La Batalla de Tubutama”, que está por cumplir 15 años. “Esta masacre la ordenó El Chapo Guzmán”, recuerda D., policía municipal de Altar, mientras ahuyentamos el calor con agua helada. “Fue el día que nos dimos cuenta que las cosas iban mal en nuestro pueblo y se iban a poner peor”.

Aunque la batalla duró cinco horas y dejó tantos muertos que en los meses posteriores los cadáveres siguieron apareciendo en Tubutama –uno de los 72 municipios sonorenses– como recordatorios de aquella masacre que los vecinos querían olvidar. Varios restos humanos en descomposición recalaron a la orilla del río Asunción en la época de lluvias. Y cuando fue tiempo de ventarrones en el desierto, la arena reveló más cuerpos enterrados someramente con chalecos tácticos, señal del oficio de sicario.

Fue la masacre más importante en su momento en lo que iba de la guerra contra el narco. Luego, vino la masacre de Allende, Coahuila, y se olvidaron de nosotros. Pero, por un tiempo, aquí fue el récord nacional de la muerte”, dice el policía que nos llevará al corazón del enfrentamiento para entender cómo es que el desierto de Sonora se convirtió en un fosa común.

“Vámonos para mi pueblo y luego para Tubutama”, dice el uniformado, un policía veterano con más de 15 años de servicio. “Nada más que, llegando allá, no nos podemos parar. Aceleramos y pa’ adelante. El Tercer Mundo está muy caliente, incluso para la policía”.

Tubutama
Tubutama (Archivo)

Ruptura entre el Cártel de Sinaloa y el clan Beltrán Leyva


La “Batalla de Tubutama” ocurrió, oficialmente, el 1 de julio de 2010, aunque en Sonora cuentan que, en realidad, comenzó a fraguarse 892 días antes, el 21 de enero de 2008, cuando Alfredo Beltrán Leyva, El Mochomo, compadre del Chapo e Ismael El Mayo Zambada, fue detenido por el Ejército gracias a la pista de un informante anónimo.

Arturo Beltrán Leyva, El Barbas, sospechó que su hermano menor había sido entregado por la cúpula del Cártel de Sinaloa por usar, sin permiso, una ruta narcótica hacia Estados Unidos. Rabioso por la decisión tan radical de los jefes, ejecutó su venganza: el asesinato de Édgar Guzmán López, hijo del Chapo, el 8 de mayo de ese año. Hermano por hijo. Familiar por familiar.

Los cuatro hermanos Beltrán Leyva y Édgar Valdéz Villarreal se ubicaron en la cúpula del narcotráfico en México junto al Cártel de Sinaloa
Origen del Cártel de los Beltrán Leyva | Moisés Butze

Aquella ruptura entre los fundadores del cártel y el clan Beltrán Leyva tuvo consecuencias inmediatas en el norte del país. Cada bando reforzó sus alianzas y creó pactos para exterminar al otro. El Barbas acordó el control del “Tercer Mundo” con el cacique local, Arnoldo del Cid Buelna, El Gilo. Esa alianza se llamó la Gente Nueva.

En el fondo, el pacto tenía una motivación meramente económica: por esa ruta se exprime el paso de migrantes indocumentados, se mandan drogas hacia Arizona y se reciben rifles y fusiles de alto poder. La tripleta perfecta: explotación humana, narcotráfico y comercio de armas. De esos pueblos fantasmas, la Gente Nueva extraería un botín para seguir en la misión de aniquilar a sus viejos socios, ahora enemigos a muerte.

El Chapo no podía permitir que siguiera ese negocio, era muy riesgoso para él. Si los Beltrán Leyva crecían, podían entregarlo a las Fuerzas Armadas. O lo mataban, así de simple. Así que se puso a planear cómo acabar con El Gilo”, dice D. con voz de erudito.

Tras meses de planeación, Guzmán Loera tenía listo su golpe maestro: esperaría a uno de esos traslados de madrugada que solía a hacer El Gilo de norte a sur y lo emboscaría, junto a su equipo de seguridad, sobre la carretera, poco después del panteón civil de la comunidad La Reforma, en Tubutama, en pleno “Tercer Mundo”.

La sorpresa era el factor más importante para el éxito de la operación: los sicarios del Cártel de Sinaloa usarían la negrura del desierto en la madrugada para disparar a la Gente Nueva desde posiciones invisibles. Para cuando los aliados de los Beltrán Leyva descubrieran de dónde salían los balazos, ya estarían heridos de muerte.

El Cártel de Sinaloa le puso fecha a su emboscada: el primer jueves de julio de 2010. Alistaron vehículos, armas y hombres. Y tomaron sus posiciones. Pero ninguno sabía que, por una fuga de información, El Gilo ya conocía sus planes y estaba listo para sorprenderlos. Los cazadores estaban por ser cazados.

Las casas de antiguas fábricas de ladrillo tomadas por el crimen organizado

Nuestro recorrido comenzó en Caborca, Sonora, la última gran ciudad del desierto y cuna del infame Cártel de Caborca que fundó Rafael Caro Quintero en 2018 desde la clandestinidad. Luego, esa estructura fue heredada a sus hermanos cuando fue trasladado este año a Estados Unidos para ser castigado por el gobierno de Donald Trump por el asesinado del agente de la DEA Kiki Camarena. Un cártel joven, pero violentísimo.

En la caravana liderada por el policía municipal D. íbamos el activista Juan Manuel Estrada, ganador del Premio Nacional de Derechos Humanos 2014, el ahora exombudsman sonorense Raúl Ramírez y yo, más otros policías vestidos de civil. Avanzamos hacia la frontera norte sin música, cámaras y con la ropa más genérica que nos permitiera pasar desapercibidos. Aún así, apenas entramos al “Tercer Mundo”, una camioneta Yukon con dos “halcones” comenzaron a seguirnos.

En Altar, el primer pueblo de la ruta, comprendí el dominio del crimen organizado en un detalle: todas las botellas de agua y garrafones son negras. En cuanto el distribuidor las entrega a las tiendas de abarrotes, los dueños las pintan con espray. Si no lo hicieran, el plástico transparente bajo el sol actuaría como un espejo, refractaría la luz y esos destellos llamarían la atención de la Patrulla Fronteriza. Así que los migrantes que cruzan el desierto, rumbo a Estados Unidos, viajan con envases opacos.

Las tiendas apenas tienen refrescos, pan de caja o calzado, pero abundan latas de atún abrefácil, pastillas de carbón activado para purificar el agua sucia del desierto y unas suelas que se pegan a los tenis para borrar las huellas en la arena. Apenas hay restaurantes, pero sobran locales dónde recibir giros desde Estados Unidos o casas de cambio clandestinas donde, dicen, se ofertan armas. Cada negocio revende lo que el crimen organizado le suministra. Todo gira alrededor del migrante, las “mulas” y lo ilegal.

“No se confundan. Esto ya no es México, es el ‘Tercer Mundo’”, avisó otro policía municipal, mientras que R. miraba nervioso a cualquier motociclista que se cruzara en el camino. “Acá ni los militares te ayudan”.

Enfilamos entonces hacia Sáric, en el extremo norte de Sonora, para llegar hasta el muro fronterizo que corta el paso hacia Pima, Arizona. Para hacerlo atravesamos una zona conocida como La Ladrillera, donde hay decenas de casas a punto de derrumbarse, aparentemente olvidadas, que alguna vez se usaron como fábricas de ladrillos y que ahora se utilizan como casas de seguridad para mantener secuestrados a los migrantes.

“¿Podemos parar? Quiero ver las casas”, preguntó Raúl Ramírez y los policías pusieron cara de espanto. Como si el diablo se hubiera aparecido entre las dunas. “Está bien, sólo cinco minutos”, masculló D. y sujetó su arma, una Pietro Beretta 9 milímetros.

Bajamos corriendo de las patrullas. Husmeamos en las casas seguros de que estábamos solos en el desierto. Vimos los rastros del drama migratorio: dentro de las casuchas, sobre colchones raídos, encontramos ropa con sangre, zapatitos de niño, tortas a medio mordisquear, cubetas con orines, cinchos, cuerdas, cables.

Mientras buscábamos en el suelo identificaciones de algún desaparecido, retumbó un narcocorrido de alguna bocina escondida en otra casucha. Una señal de que no debíamos avanzar más y teníamos que salir de ahí.

“Les dije: aquí no paráramos, puta madre”, gritó el policía municipal R. y todos, sudorosos y pálidos, no dijimos nada hasta llegar a la frontera, en Sásabe, dar vuelta en “u” y dirigirnos a Tubutama por el camino más seguro, en lugar de acortar por las brechas.

“Ahora sí, bienvenidos a Tubutama. Nadie se baja, a menos que nos disparen”, dijo el uniformado D. y todos tragamos saliva.

Niños iban en motos anunciando que nadie saliera de sus casas


El policía D. vio el anuncio del panteón civil y redujo la velocidad casi al punto de estacionarnos. No hubo necesidad de orillar la patrulla: por estos caminos nadie circula, a menos que sea de la triple eme: malandro, militar o migrante. O suicida. “Miren bien, ahí, al horizonte. Vamos a pasar por Cerro Colorado”, dijo mientras extendía el brazo derecho. “Ahí comenzó todo. Esto era un reguero de muertos, como si hubieran tirado una bomba”.

“Ahí” es un pedazo de carretera que está flanqueado por cerros. Da la impresión de que era una montaña completa y la dinamitaron para partirla en dos y que por ahí pasaran los vehículos. Lo que quedó fue un estrecho ideal para una emboscada desde lo alto. O, al menos, así lo pensó la cúpula del Cártel de Sinaloa que autorizó a sus sicarios colocarse en las cimas de los cerros, en posición de francotiradores, a esperar el paso del convoy del Gilo, el cacique de la Gente Nueva. Las balas les caerían a la voz de Raúl Sabori Cisneros, El Negro, comandante del Chapo y Mayo.

Pero Gilo ya sabía que iban por él. Algún “sapo” se lo contó. Por eso, había pedido unas 50 camionetas repletas de sicarios para sorprender al Cártel de Sinaloa. Al igual que nosotros, pero en 2010, disminuyó la velocidad a punto de entrar al paraje Cerro Colorado y con un cambio de luces desató a sus pistoleros, quienes atacaron por detrás a los rivales. El diablo se arremolinó en ese rincón de México.

“Dicen que sólo se veían los fogonazos en medio de la madrugada. Lo poco que se veía era gracias a los faros de las trocas. Estos locos nomás le tiraban a las sombras, ¡pum!”, narra D. “La gente de aquí dice que, al mismo tiempo, pasaron por las colonias unos niños en motocicletas anunciando que nadie saliera de sus casas”.

De pronto, sonaban las metralletas, como si el tirador le apostara al azar para matar a alguien. Luego, tiros solitarios, la señal de que estaban rematando a los capturados o heridos. A ratos, gritos de guerra y, de pronto, silencio que se rompía hasta que alguien volvía a cargar su arma y disparar a ciegas.

Mientras el policía municipal narra lo que parece una película del Viejo Oeste, yo imagino lo que hubiera sucedido si hace 15 años los cárteles hubieran usado drones explosivos con la normalidad de hoy. La batalla hubiera durado 15 minutos con tres bombazos y una cámara infrarroja, en lugar de las cinco horas que reportaron los vecinos. Pero eran otros tiempos. La “guerra contra el narco” apenas llevaba tres años e, incluso, los fusiles Barret 50 eran una novedad. La guerra se peleaba de cerca, casi cuerpo a cuerpo, con rifles AK-45 o AR-15, los preferidos de la época.

“¿Qué pasó cuando amaneció?”, preguntó Juan Manuel Estrada, activista contra la explotación sexual infantil. “Pues que el diablo asomó la cara”, responde R. “El saldo oficial, primero, fue de tres muertos. Nadie les creyó. Luego, reconocieron 21 y después 29. Todos aquí sabemos que fueron más de 150 muertos, pero el gobierno no los contó porque cada bando se llevó los cuerpos de sus sicarios y los escondió”.

Los militares llegaron al alba para recoger los cuerpos. Unos los encontraron tirados en la carretera, destrozados por balas a quemarropa. Otros cuerposyacían en el desierto , rotos, con los chalecos tácticos perforados por la necedad del enemigo. Algunos, incluso, fueron arrojados desde lo alto de los cerros para garantizar su muerte, determinaron los peritos de la entonces procuraduría de Sonora.

“La gente reclamó a los ‘verdes’ por qué habían llegado el amanecer, si habían llamado a la zona militar de madrugada. Y ahí les avisaron que se estaban llevando puro cuerpo abandonado; en cuanto hubo luz de día, la Gente Nueva y el Cártel de Sinaloa recogieron sus cadáveres y huyeron a sus guaridas. Todos lo sabían, porque esa mañana pasaban las trocas atascadas de cuerpos en las bateas y sin taparlos. Así iban por los pueblos y hasta pasaron a desayunar con los muertitos ahí encimados que después escondieron en ríos y en el desiertos”, dice R.

Cuando las autoridades comenzaron el conteo de muertos, el oficial y el verdadero, se dieron cuenta de la magnitud de la batalla: estaban entonces frente al episodio más grave de la “guerra contra el narco”. El sheriff del condado vecino de Santa Cruz, Arizona, lo resumió así para la agencia de noticias AP: “Esto empezó como un cáncer en el dedo y ahora se está esparciendo por todas las partes del cuerpo”.

Tubutama
Las cicatrices de la batalla de Tubutama (Archivo)

Guillermo Padrés no pudo arrebatar el control territorial al crimen organizado


“La presión estuvo dura en los días siguientes”, recuerda D., mientras acelera para dejar atrás Tubutama y adentrarnos a su pueblo, Altar, que tampoco es seguro, pero al menos ahí hay una comandancia de policía donde nos podemos refugiar.

El entonces presidente Felipe Calderón regañó en público al gobernador, y compañero de partido, Guillermo Padrés por no arrebatar el control territorial al crimen en el norte de Sonora. Cinco años después, el mandatario panista sería detenido y encarcelado en el Reclusorio Oriente de la Ciudad de México por los cargos de delincuencia organizada y lavado de dinero. Ya como expresidente habría de defender, desde Europa, la decisión de poner a cargo de la estrategia de seguridad a su superpolicía Genaro García Luna, sentenciado a 38 años de cárcel por su colusión con el Cártel de Sinaloa.

El ex secretario de seguridad pública, Genaro García Luna
El ex secretario de seguridad pública, Genaro García Luna, la comisionada general de la Policia Federal. (Octavio Hoyos)

Con la reprimenda presidencial inició una carrera contrarreloj. Había que presentar detenidos, decomisos, algo que diera la apariencia de que el “Tercer Mundo” era de primer nivel, así que hubo arrestados que confesaron su participación bajo tortura y otros más que fueron sacados a empujones de los consultorios donde trataban sus heridas de bala.

Los policías y militares aseguraron camionetas abandonadas y pequeños arsenales. Nada suficientemente contundente para dañar al Cártel de Sinaloa o La Gente Nueva. Un año más tarde cayó El Negro y El Chapo lo sustituyó por un tipo apodado La Rana; dos años después asesinaron al Gilo y los Beltrán Leyva lo reemplazaron como se cambia una llanta ponchada.

¿Quién ganó? Nadie ganó. Todos se llevaron más o menos la misma cantidad de muertos. En todo caso, la pregunta es quién perdió en la batalla y es toda la gente que aún vive en el desierto de Sonora: tanto muerto dejó mucho rencor entre los que antes de 2008 eran aliados y desde entonces se siguen matando. Hay hijos que siguen vengando a sus padres muertos en Cerro Colorado”, dice R.

Con el tiempo, esas nuevas masacres hicieron que la madrugada de Tubutama quedara enterrada bajo la arena. Es difícil indignarte por una matanza, cuando ocurre una cada semana. Volvimos a Caborca y al día siguiente regresamos a Hermosillo. Luego, tomamos un vuelo a la Ciudad de México. “¿Llegaron bien?”, preguntó por celular el policía D. y asentimos. “Benditos ustedes, nosotros estamos atrapados acá”, respondió.

Nada ha cambiado en “El Tercer Mundo”. El Cártel de Sinaloa –ahora fraccionado entre Chapitos y Mayiza– sigue peleando el desierto contra un aliado de los Beltrán Leyva, un sanguinario capo al que llaman El Chapo Isidro, Fausto Isidro Meza Flores, por quien Estados Unidos ofrece una recompensa de 5 millones de dólares. Los nombres de los escuadrones han cambiado: a veces se llaman Deltas, en otras Cazadores. El resultado es el mismo: en ese pedazo de país, en el páramo, no hay ley ni paz.

Hace 15 años, el desierto nos gritó lo qué le pasaría al país si no resolvíamos la infiltración del crimen organizado. Ese alarido salió de Tubutama y lo ignoramos. El cáncer se hizo metástasis y el país no encuentra la cura para sanar el cuerpo herido.

Joaquín Guzmán Loera, alias "El Chapo" Guzmán, escoltado en Ciudad Juárez por la policía mexicana durante su extradición a EU
Joaquín Guzmán Loera, alias "El Chapo" Guzmán, escoltado en Ciudad Juárez por la policía mexicana durante su extradición a EU (AFP)

GSC/MCM


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Óscar Balderas
  • Óscar Balderas
  • Oscar Balderas es reportero en seguridad pública y crimen organizado. Escribe de cárteles, drogas, prisiones y justicia. Coapeño de nacimiento, pero benitojuarense por adopción.
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