
De un tiempo para acá, he resuelto guardarme los insultos. Desde entonces, he visto pasar carretadas de imbéciles, bellacos e hijos de la gran puta, frente a los cuales he guardado un silencio aún más reconfortante que el placer revanchista de decirles su precio en la carota. Recuerdo a mi papá pescado del volante con la mano derecha, mientras hacía uso de la izquierda para bajar el vidrio y tildar de baboso, entre otras cosas, a cada conductor que lo hacía rabiar. Sólo que en vez de sentirse mejor, no hacía sino multiplicar la misantropía que de por sí provoca el tráfico pesado. ¿Cómo, si no furioso, ha de sentirse quien se mira preso de un mundo secuestrado por idiotas, entre quienes resulta orgullosa excepción?
Los defectos ajenos son, con cierta frecuencia, reflejo de los nuestros, y siempre es más sencillo reprender a los otros que a uno mismo. Es como si al decirles que son esto y aquello me redimiera de mis propios errores, y acaso los borrara de la bitácora. He visto a los hipócritas más desfachatados fustigar a la gente por su hipocresía. Hay alguna embustera redención en el acto de etiquetar al prójimo de las peores maneras, puesto que si yo digo que fulano es ratero, mi sola indignación ha de dejar constancia de que yo no lo soy. O al menos eso creo, y espero que lo asuman quienes me oyen, por más que me conozcan y hasta se den codazos debajo de la mesa como quien dice: ¡Óilo!
Es imposible estar totalmente seguro de que nos viene mal el saco que endilgamos a los otros. Si ahora mismo quisiera hacer una lista de las estupideces que he cometido en mi propio perjuicio, y pudiese asimismo recordarlas todas, me pasaría días escribiendo. ¿Y qué decir de aquellos que encuentran bienestar en proferir insultos colectivos, a partir de prejuicios tan perversos como su pueril hambre de resarcimiento? Más que simple venganza, insultar a una colectividad –nacional, religiosa, deportiva, social– es un modo eficaz de avivar el rencor en contra de uno mismo. ¿O tal vez no está claro que quien odia se odia, sin quererlo ni saber remediarlo? ¿Por qué, si eso no es cierto, tendría que condenarse a espumar por la boca en vez de sonreír? ¿Qué alimenta el fascismo sino el odio?
Los insultos suelen hablar más claro de quien los lanza que de quien los recibe. Hay, por supuesto, quienes se los ganan, igual que otros son dignos de que un puño certero les reviente el hocico, pero eso tiene un precio para el energúmeno, por más que vea su orgullo satisfecho. Pues el orgullo es, en cualquier caso, un sentimiento idiota y petulante que colma de sí mismos a quienes lo proclaman. No basta al orgulloso con la satisfacción, si tiene la cabeza y las entrañas corroídas por las cuentas pendientes que su inseguridad ha ido acumulando. Como esos asesinos que se toman la foto con un pie por encima del cadáver que recién produjeron, disfruta el agresor al demostrar la “superioridad” que lo exhibe como un acomplejado.
No diré que jamás experimento –demasiado a menudo, de repente– el poderoso impulso de ofender, por ejemplo, a aquel motociclista que se juega la vida a mis costillas, pero al fin si lo hago voy a lograr dos cosas: enfurecerme yo y encapricharlo a él. Es decir, empeorar la situación. Más de una vez, mi esposa me ha hecho ver cuánto arruino mi día con un desplante de esos, pues más que reprender al enemigo me castigo a mí mismo y pierdo la alegría
Disto, naturalmente, de ser un santo, y ojalá que también un triste resentido. Pero hoy que medio mundo se echa en cara las peores invectivas por razones gaseosas, impulsivas y absurdas, me da por hacer caso al bueno de Aristóteles y evitarme la pena de sufrir de gratis. Llámenme cursi, pero soy más feliz.