“Y aunque te inviten a su mesa no estarán de tu lado”
Fito Páez, Gente sin swing.

Es un secreto a voces, desde hace muchos años, que nadie paga tanto como los grandes narcos por llevar a una estrella internacional a cantar en su fiesta. Más que un mero concierto, se trata de hacer varias apariciones a lo largo del mismo convivio, al antojo y capricho del cliente. En una sola noche, los músicos reciben un ingreso desorbitadamente mayor al de un concierto público, en efectivo y libre de impuestos. El precio es ser tratados como esclavos y aún así esmerarse en pretender que están dando la actuación de su vida, no sea que el cliente se sienta defraudado o, aún peor, desairado. Más que la pura música, los jefazos disfrutan presumiéndose la ingente millonada que se gastaron en traer a Mengana o Zutano a su party.
Hace un cuarto de siglo, estos excesos –muy comunes en México y Colombia– parecían producto del subdesarrollo. Vamos, la mera idea de celebrar tu cumpleaños con Rod Stewart o los Rolling Stones sonaba a desvarío megalómano e invitaba a pensar en la jeta que pondrían los interesados ante tan delirante sugerencia. He aquí, sin embargo, que los músicos ya no piensan como antes.
Desde que los archivos digitales entraron al relevo del disco compacto, se fue al diablo el negocio de las regalías. Si un músico pretende vivir de su trabajo, no le queda otra opción que talonear de uno a otro escenario. Esto ayuda a explicar, por una parte, el precio exorbitante de los boletos, en especial aquellos cuya ubicación es reflejo de estatus y privilegio. Asimismo, se explica que hoy en día Rod Stewart y los Rolling, como la mayoría de los ultrafamosos, estén en el menú de los potentados.
Según cuenta Evan Osnos en la edición reciente de The New Yorker, la ruina del sistema de regalías ha empujado inclusive a los músicos más prósperos –diríase que a ellos en especial– a ofrecer sus servicios como animadores de festejos privados. Los Eagles, por ejemplo, cobraron nada más seis millones de dólares por interpretar Hotel California delante de un magnate neoyorkino. Y a Beyoncé le dieron veinticuatro millones a cambio de una hora de canciones para los invitados a un evento privado en Dubai.
Cuesta entender que a tamaños niveles la avidez pueda estar antes que la vergüenza. Ciertamente soy uno de esos miserables que no entienden la prisa por sumar cuatrocientos millones de pesos a una fortuna muchas veces mayor. Si he de opinar, supone un trato indigno para quien está lejos de necesitarlo, y el número de dígitos no mejora la esencia de la transacción. Pero es claro que estoy fuera de tiempo, si la moda es sacarle jugo al esnobismo de los happy few. Quienes en otros tiempos disfrutaron del aura de rock stars ahora desempeñan el papelazo del bufón comedido, con frecuencia ante un público menos interesado en su trabajo que en el glamour de verse entre los elegidos y tomarse una selfie con los máximos ídolos del peladaje.
Antes era uno dueño de cuanta música podía comprarse. Hoy lo realmente chic es poseer a los músicos. Llevarlos a tu casa. Hacerlos a tu ley. Y que todos se enteren, para que se entretengan especulando en cuánto te salió el humilde toquín. Sé que me excedo en la comparación, pero insisto en pensar que el músico rentado como lacayo evoca al cilindrero que hace lo suyo a medio camellón para unos pocos automovilistas, que obviamente no llegan a escucharlo. Sólo que al cilindrero le hace más falta un puño de monedas que a Jennifer López diez millones de dólares.
Cobrar una fortuna a cambio de un remedo es saber que estás dando rata por liebre. Puesto que ahí se cotizan mucho menos los rugidos del león que el placer de tocarle la melena, como cualquier fantoche hambreado de renombre. Y al final nunca sabes cuándo van a sacarte por la puerta de atrás. Que es lo que corresponde, en estos casos.