Con frecuencia, los chistes más agudos son aquellos que gritan una verdad incómoda. Algo que todos saben, o suponen, o han llegado a pensar, pero igual resolvieron no considerarlo, y si alguien les pregunta lo negarán con ojos espantados, cual si la pura sugerencia al respecto fuese ya escandalosa e indignante. Y sin embargo ahí están las risotadas. ¿Quién se reiría del chiste si hubiera en él rastro de hipocresía, pudor, adulación, candor o mojiganga? Opinamos que un chiste es de mal gusto cuando pone en ridículo las mentiras piadosas que le dieron aliento sin querer.
"¡Claro que Dios no existe!", observa el fraile viejo ante uno joven, que acaso lo acompaña en busca de consejo, y concluye: "¿Tú crees que si existiera seguiría yo tirándome niñitos?". No es más que un cartón cómico, pero contiene una verdad tan áspera que no deja lugar a la comodidad.
¿Es posible que un hombre que habla en nombre de Dios para refocilarse en sus peores manías a costillas de niños inocentes siga creyendo en Él y tema Su castigo en ésta u otra vida? La pregunta es idiota, un fraile estuprador tendría que ser ateo y nihilista, pero la idea es en tal extremo incómoda que el ofendido público prefiere desquitarse con el autor del chiste. ¿Qué cabeza tendrá, el muy degenerado, para concebir esas porquerías?
La corrección política, como la adulación y el puritanismo, supone un arsenal de verdades incómodas que encuentra indispensable sepultar a través de eufemismos asépticos, silencios concertados y supuestos tramposos, ninguno de ellos lo bastante eficaz para evitar la risa que los echa por tierra. Nos parece monstruoso, a estas alturas, que hace unos pocos años la iglesia todavía protegiera a sus estupradores, cual si cubrir la pústula fuese a desbaratar la podredumbre. Pero al cabo la gente no puede ir por la vida con los pelos parados y la cara de horror. Uno se escandaliza, al menos en principio, de lo que le acomoda horrorizarse. Esto es lo que ya sabe que está mal y cuenta con la anuencia de los otros. Un escándalo así opera como artículo de fe. Protege las certezas del creyente, le reafirma en sus miedos compartidos, le ayuda a comulgar con quienes asimismo se juran consternados y sobrecogidos.
Las madres han de hacerlo con los niños, no necesariamente para ahorrarles un triste desengaño, como para evitárselo ellas mismas. La mía, por ejemplo, tenía en tanto aprecio mi falsa candidez que prefería dar crédito a mis malos montajes antes que suponerme un simulador, y entonces aceptar que el cochambre del mundo se había enseñoreado en mi conciencia. Me recuerdo en el cine, con quince años, pretendiendo que no me hacía rabiar con sus interrupciones, cada vez que una actriz se quedaba sin ropa en la pantalla. ¿No sabía mi madre que a esa edad uno difícilmente piensa en otra cosa, o era sólo que no quería saberlo? ¿Y yo quién era, al cabo, para quitarle esa credulidad de la cual era el gran beneficiario?
Cambiar lo que uno cree, desengañarse, implica infinidad de trámites odiosos, como meter reversa a lo que ya se ha dicho con pasión, esperanza, coraje o buena fe. Peor aún si al hacerlo se ha de contradecir a una legión de afectos al confort, que por toda respuesta se escandalizarán de acuerdo a lo pactado. ¿Y qué es la hipocresía, si no un acuerdo tácito entre la conveniencia y la mentira? La verdad, al fin, peca porque incomoda.
Es de mal gusto hablar de tráfico de drogas, guerrilla y victimismo proselitista allí donde las buenas conciencias militantes preferirían ver todo en blanco y negro. "Fue cosa del demonio", solían acusar los frailes pudibundos cuando alguien les pedía explicaciones en torno a algún horror imperdonable a los ojos de Dios, como sería el caso de sus vicios secretos. Y ahora que se ventilan ciertas atrocidades cuya causa primera está en la corrupción entre sus filas, la izquierda clerical apela a su demonio predilecto, que al propio tiempo es su santo patrón. Igual que Mussolini y sus camisas negras, todo lo encuentran dentro del Estado: ese padre beatífico o demoníaco frente al cual todos somos niños irresponsables e indefensos.
De acuerdo a los manuales que un estudiante en vías de adoctrinamiento ha de absorber igual que catecismos, ese Estado con cuernos, cola y trinche es el ejecutivo de la clase dominante. No es lícito creerle, ni concederle autoridad alguna, ni arrimársele con mejor propósito que el de derrocarlo, para que en su lugar surja un Estado angélico que abolirá por siempre la mentira, la corrupción y la desigualdad. Amén.
Por más que hago el esfuerzo, no consigo creer que un cura violador experimente el mínimo temor al dios que según él lo ha iluminado. Y tampoco he logrado tragarme la patraña del luchador social que trafica heroína, secuestra, incendia, roba y manda a casi niños al matadero con la coartada mustia de cambiar al mundo y el interés taimado de ejercer el poder como un dios mentiroso que en los hechos es cómplice del diablo.