Cultura

Las jóvenes antiguallas

El uso de aparatos obsoletos lo hace a uno sentir descontinuado. Archivo
El uso de aparatos obsoletos lo hace a uno sentir descontinuado. Archivo

Escribo estas palabras con un teclado viejo que fui a sacar del cuarto de los triques. Harto de batallar con las taras que unas gotitas de agua dejaron, hace meses, en mi bonito teclado con bluetooth, habilité en un tris esta reliquia cuyo origen, según creo recordar, se remonta a finales del siglo pasado. La sensación es rara, si bien estimulante, aunque el aspecto sea algo terrible: todo cuanto fue blanco, gris o crema se ha vuelto amarillento y chamagoso, cual si el teclado entero padeciera una caries terminal. Vamos, se siente uno percudido. Y sin embargo, ver a este vejestorio fielmente obedecido por una MacBook Pro del 2020 parecería un triunfo de la lírica. O en fin, una revancha.

El progreso también nos hace inútiles. Mis dedos, por ejemplo, estaban habituados a unas teclas supuestamente hipersensibles que reaccionan incluso a una caricia, de modo que asimismo habíame resignado a cometer errores por docena. Y hoy que suelto dedazos de taquimecanógrafo sobre un enorme teclado mecánico, encuentro que son menos mis equivocaciones. Digamos que se siente lo que se hace, y que la vividez de mis falanges –memoriosas quizá de aquellos tiempos épicos– me hace consciente del esfuerzo invertido. No dudo que haya genios que escriban maravillas dictándole a una máquina, pero aporrear teclados como un salvaje supone un acto físico donde la decisión y la vehemencia se hacen sentir y oír, sin las gazmoñerías del buen gusto.

Algunos todavía experimentamos cierto rechazo a la tecla virtual. Eso de no sentir y tampoco escuchar un botón de verdad no necesariamente es un avance; a juzgar por el tacto y el oído, cuya intervención queda suprimida, resultaría una forma de retroceso, o en todo caso un abaratamiento. Me figuro, no obstante, lo que diría el vecino si pudiera asomarse adonde estoy y me viera tecleando sobre este monumento a la decrepitud. Pensaría que soy un miserable, o tal vez un tacaño de colección, y muy probablemente lo comentaría con la piedad risueña que se estila para estas ocasiones. Por alguna razón emocional, el uso de aparatos obsoletos lo hace a uno sentir descontinuado.

Casi todos los adelantos técnicos se encaminan a la disminución del esfuerzo físico, y si es posible su eliminación. La idea es enredar al holgazán hasta que se convierta en alfeñique. Paga uno por la magia de hacerse obedecer con la yema de un dedo, y volvería a pagar si pudiera lograrlo de un solo parpadeo. Con el trabajo que a la gente le cuesta acopiar un poquito de fe en sí misma, la idea de confiar en una máquina parece un sucedáneo a la medida de los propios complejos. No faltan los ingenuos que anuncian la llegada de algún software capaz de redactar columnas y novelas, mientras otro aparato se encarga de vestirnos, bañarnos y leer el periódico en nuestro lugar. ¿Sirve de algo añadir que he escrito estos tres últimos renglones con la furia feliz de un energúmeno?

Una de las ventajas de la modernidad tendría que ser la opción de rechazarla. De otro modo, me cuesta superar el sentimiento del animal que avanza hacia su porvenir encima de una banda transportadora. O por qué no, la máquina que corre hacia su obsolescencia. Nunca antes la invención de los mortales caducó tan temprano. Por eso un vejestorio me ofrece la ilusión –efímera, vibrante, candorosa– de que mi tiempo aún me pertenece. Esto es, que a la manera del teclado vetusto tardaré un rato más en extinguirme.

Como era de esperarse, la respuesta a esta suerte de nostalgia angustiada no queda en manos de los anticuarios, sino dentro del mismo mercado galopante que la originó. No he dicho todavía que vaya a conseguirme uno de esos cachondos teclados mecánicos con bluetooth que se han puesto de moda últimamente, supongo que es cuestión de algunos cuantos días: cuando mi lado snob termine de aburrirse y mande esta matraca a la basura.


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Xavier Velasco
  • Xavier Velasco
  • Narrador, cronista, ensayista y guionista. Realizó estudios de Literatura y de Ciencias Políticas, en la Universidad Iberoamericana. Premio Alfaguara de Novela 2003 por Diablo guardián. / Escribe todos los sábados su columna Pronóstico del Clímax.
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