
Recibí hace unos días cierto correo electrónico donde se me invitaba a depositar ochocientos dólares en una cuenta bancaria del extranjero. “Tengo copia de todos los archivos atroces y asquerosos que escondes en tu computadora, voy a hacerte famoso si no me pagas…”, amenazó el anónimo chantajista, y procedí enseguida a preguntarme qué tanto habría de mí en ese disco duro que pudiera ser digno de preocupación.
¿Seré tan aburrido?, me temí, no bien caí en la cuenta de que la información presuntamente secuestrada no alcanzaba para comprometerme. Es seguro que tengo la conciencia sucia, pero difícilmente hay rastro de ello en la computadora o el teléfono. Nunca he llevado un diario, ni cosa parecida, y tampoco me da por almacenar fotos delatoras. Guardo, es verdad, información sobre venenos poderosos, armas ilícitas y planes para robos, extorsiones u homicidios diversos, pero ocurre que esos y otros ilícitos son estricto producto de mi imaginación y esperan su lugar en alguna novela quizás en proceso. De lo que sí podría enterarse el hacker es de la cantidad de cosas truncas que para mi vergüenza se acumulan allí.
No acostumbro tratar estos asuntos, por más que a su manera me persigan. De hecho los arrastro, mientras pretendo que no están ahí. Como esos escritorios polvorientos sobre los cuales se alzan cordilleras ya antiguas de papeles, el disco duro de mi computadora suele operar como cementerio de ideas. Y lo mismo sucede con “la nube”, ese espacio rentado en el cual acumulo dos terabytes de cosas que en su gran mayoría nunca volveré a ver. Mi idea es revisar esos archivos en-cuanto-tenga-tiempo. Lo que es decir: si se me da la gana. Lo mismo me propuse con otro disco duro donde tengo copiada toda la información de una laptop que dejé de encender hace diecisiete años, y a la fecha no lo he ni conectado.
Algo similar pasa con mis buzones de correo electrónico. En el principal se acumulan ya miles –o decenas de miles, yo qué sé–, la mayoría no solicitados y una gran cantidad nunca atendidos. En vista, sin embargo, de que yo soy el dueño de la computadora, y afortunadamente no al revés, me resisto a menudo a obedecerle y hacer girar mi vida en torno suyo. Soy, por tanto, un desastre con las redes sociales, donde probablemente me he ido haciendo la fama de misántropo, aunque igual me consuelo recordando que un like de Instagram vale todavía menos que un piropo en el Facebook. Nada que vaya uno a recordar mañana. Y allí está la cuestión: nunca tendrás el tiempo para cerrar cada uno de los paréntesis que abriste, por eso su destino más sano es el olvido.
Me gustaría estar totalmente seguro de la superioridad de la computadora sobre la máquina de escribir, pero sucede que esto del multitasking ha hecho de mi cabeza un campo de batalla de inquietudes opuestas y fugaces. Nada me es tan difícil como hacer foco en una sola cosa, entre tantas tentaciones vigentes. En el primer descuido ya estoy involucrado en otra nueva idea, que ineludiblemente habrá de marchitarse en las profundidades del disco duro: fracasillos que entierras bajo un mármol de olvido porque son los testigos de tu inconsecuencia.
¿Cuántos emails dejé sin responder solamente en este año que agoniza? ¿Cuántas veces me he dicho que voy a organizarlos en carpetas inteligentes, de modo que se guarden sin traspapelarse (o trasbitearse, pues)? ¿No será que aborrezco la burocracia por todo lo que de ella vive en mí? Claro que de estas cosas sólo me entero yo, tal como ocurre con la mala conciencia, y si ahora escribo de ello es porque me sospecho que no he de ser el único.
En este disco duro del que habla el chantajista se guarda, además de lo que hago, la conciencia callada de lo que quise hacer y nunca hice, y del que pude ser y ya no fui. Menos mal que no sabe el miserable qué tanto me acongoja esa memoria.