El “hombre fuerte” tolera mal los pares: en su presencia no hay más que alfeñiques...
Hay quienes aún hoy piensan que los males del mundo son poca cosa para un hombre fuerte. Tal como, cuando niño, toma uno a su padre por gigante y se sabe incapaz de emparejársele, quienes veneran a los “hombres fuertes” se asumen debiluchos a la sombra de un coloso que por mero contagio los hará corpulentos. En siglos anteriores, los “hombres fuertes” solían llevar casacas militares, saturadas de condecoraciones, y adoptar toda suerte de poses afectadas que hasta un mal escultor encontraría ridículas. Más absurdo parece, sin embargo, que a la fecha subsista el mito acomplejado de hombrefuertismo.
Se cuenta que, en privado, Hitler hacía desternillantes imitaciones de Mussolini. Y el Duce, que ante nadie se callaba, necesitaba un Führer para guardar silencio y escuchar. Puesto que el “hombre fuerte” tolera mal los pares: en su presencia no hay más que alfeñiques. Tiene que demostrarlo a toda hora y en cualquier lugar, igual que un arribista con humos de aristócrata ha vivir citando su falso pedigrí. La vanidad lo tiene pescado por la hombría: necesita constantes transfusiones de aplausos para apuntalar su grandilocuencia. No quiere lucir frágil; luego entonces, lo es. Asumirse “hombre fuerte” es menos un ideal que una patología.

Al igual que los niños acuden a sus padres si algún problema grande los rebasa, de cuando en cuando al clamor popular le da por inventarse una mezcla de líder y figura paterna a la medida de su indefensión. El “hombre fuerte” es ese padre estricto, terminante y a ratos generoso cuyos hijos saludan de besito en la mano. Nadie le pide cuentas, ni le contradice, ni osará interrumpir sus soliloquios. No puede equivocarse, eso se da por hecho. Sea cual sea el tema, sabe más que los otros y tiene asegurada la última palabra. Por eso no negocia, ni rectifica, ni querrá dar un paso más allá de la tierra firme del monólogo. No es él, en todo caso, quien debe ser realista, sino la realidad la que ha de acomodarse a sus deseos. Y si eso no sucede, el “hombre fuerte” es rico en fantasías. De ahí que su destino sea el exilio pleno de la realidad. Es decir, la demencia.
El “hombre fuerte” odia, teme y vitupera todo aquello que escapa a su control. Cree, bravucón al fin, que aceptar un error o disculparse es señal inequívoca de debilidad, y entiende la soberbia como expresión de fuerza. Y si, como nos dice el diccionario, el bravucón resulta “esforzado y valiente sólo en la apariencia”, se explica por qué más de un “hombre fuerte” no pasa de gallina buscapleitos. A nadie hacen más fuerte los gritos y aspavientos, y en realidad sugieren lo contrario, pero igual son legión los pusilánimes que eligen regresar al confort de la niñez tras la huella de Batman o Supermán.
Suelen ser muy celosos los “hombres fuertes” en el ocultamiento de las carencias físicas, no así en el disimulo de su vanidad: esa tara apestosa que les hace lucir claramente más débiles que una cojera o un astigmatismo. Místico del espejo, adicto a los halagos, embaucador de oficio, paranoico imparable, el “hombre fuerte” es rico en puntos débiles, partiendo de la simple humanidad que a cada paso niega, igual que una calvicie mal disimulada. ¿Y cómo no, si él es su propia estatua?
¿Por qué, en las historietas, el superhéroe nunca revela su identidad como hijo de vecino? Porque entonces dejaría de serlo y se convertiría en un engreído infumable, amén de poderoso, déspota, invencible y quizás inmortal. Que es justo lo que hacemos con los fanfarrones cuando los elevamos al rango de “hombres fuertes”, ya sea porque somos sus esbirros, porque nos convencieron sus promesas o porque nos tragamos sus bravatas. Cada seis años, menudean los mexicanos que suspiran por ver en el poder a un “hombre fuerte”. Hoy, no obstante, los fuertes somos los ciudadanos y tal parece que el año que viene habremos de elegir entre mujeres. Ojalá que sin “hombres fuertes” de por medio.