En lo que va del mes del orgullo del 2021, un hombre fue detenido bajo el presunto cargo de no informar a su pareja que vivía con VIH. Y en Cancún a un hombre, después de golpearlo, le prendieron fuego hasta la muerte. Las investigaciones apuntan a su estado de portador de VIH como principal motivo del siniestro homicidio.
Cuando publiqué un texto burlándome sin piedad del avance de la Ley de Sociedades de Convivencia para la entonces revista Notivox Semanal, fui invitado a un programa de radio. Tuve claro que mi papel sería el de bufón algo cascarrabias que rompe con la hegemonía que celebraba el triunfo de las bodas entre personas del mismo sexo en señal de triunfo constitucional. Frente a mí se encontraba una especie de sexóloga con bata blanca –siendo que el patiño era yo–, quien autodenominaba aliada de los gays, me reprendía por no caer en cuenta que uno de los grandes beneficios de las Sociedades de Convivencia era mantenerme alejado del peligro del VIH: “Está comprobado que cuando los hombres homosexuales tienen acceso al matrimonio, dejan de ser tan promiscuos, pues entienden el valor de la unión”. ¿De dónde sacó tal hecho científico según ella? No tengo idea. Pero cuando les dije que yo era un maldito promiscuo y que el valor de la unión me valía madres, y no por eso renunciaba a mis derechos, se hizo un silencio incómodo. Ahí descubrí que las Sociedades de Convivencia y el matrimonio igualitario conllevan un discurso que deshumaniza la homosexualidad.
Años antes había escrito una crónica para el número cero de Replicante de Rogelio Villarreal, sobre los primeros encuentros de sexo bareback de San Francisco. En los flyers, bajo el logo de residuos nucleares, escribían pequeños y excitantes manifiestos que llevaban la homosexualidad a niveles de anarquismo existencial contra el sistema patriarcal, hoy tan machacado. Ahora que voy a la mitad de la Biblia Psíquika de Genesis P-Orridge, descubro que hay muchas ideas del sexo extremo como filosofía de libertad que se planteaban en aquellos flyers fotocopiados y que fueron la base de mi novela Bareback Jukebox. Quizás los organizadores de esos encuentros eran fan de Pshychic TV. Quién sabe.
Poco o nada importan los progresos médicos en materia de antirretrovirales. La capacidad que tienen para mantener a las personas que viven con VIH en estado indetectable. Por menor que desconocía la pareja del hombre con VIH acusado de estar contagiándola. Fue por el tratamiento antirretroviral que descubrió el estado serológico. O las posibilidades de evitar contagios mediante su uso Pre Exposición. Lo cierto es que el VIH nunca ha desaparecido. Los lamentables sucesos en los que ya se cuenta un fallecido nos noquea en la jeta que el virus, su estigmatización y serofobia son una navaja en la realidad que en cualquier momento puede degollarnos. Alain Pinzón organizó recias protestas callejeras para reclamar dignidad y justicia de ambos casos. Tuvo éxito. Pero la indignación homosexual se sintió volátil. A ratos indecisa. Los reclamos de Pinzón nunca se propagaron como lo hace cualquier llamado a la tolerancia rematada del eslogan Love is Love. Conforme lo gay se hace popular en buena parte gracias al apoyo del mainstream, la conversación respecto al VIH pierde crudeza. Cuando las representaciones se vuelven populares, dejan de ser peligrosas. Y la narrativa homosexual hace mucho tiempo que dejó de serlo. Tanto pinche arcoíris estampado en el escaparate de una franquicia de mezclilla o en la superficie de una mantecada, nos vuelve temerosos. Acomplejados. Hoy, la homosexualidad es una juguetería de la diversidad. Con todos esos chiquillos y niñas que conforman la sustanciosa nueva base de fanáticos de las drags del reality de RuPaul. Nueva generación infantil, capaz de dialogar con la diversidad sin prejuicios ni bullying machista, pero en la que subyace cierta inocencia consumista que suspende la realidad. Ojete y homofóbica como ha sido siempre.
La única forma viable que encuentro para ejercer la protesta y dar batalla es volver a hacer del VIH nuestra peligrosa narrativa homosexual. Como sucedió en los años más culeros del sida. Cuando los debates y exigencias surgían desde las entrañas de los saunas. No como estos tiempos de cobardía gay en los que a la promiscuidad le decimos poliamor. Sin el orgullo que se erigió desde la clandestinidad de clubes de sexo en los ochenta, muchos doctores seguirían maltratándonos. Prescribiéndonos recetas morales. La convención de la abstinencia sexual como el método más eficaz para evitar la transmisión del virus. Recuperarla narrativa independiente del sesgo hetero. Aunque también vulnerables al virus, a los bugas no los joden como a nosotros. A los bugas se les perdona por el simple hecho de contribuir a la sobrepoblación del planeta. Será por eso la angustia de muchos homosexuales por defender la adopción homoparental. Quieren ser perdonados.
Wenceslao Bruciaga