Estoy en contra de la gestación subrogada como objeto en la típica postal del matrimonio homosexual, derecho legítimo no por ello libre de los grilletes conservadores forjados por los convencionalismos hetero.
Y el desmadre de los vientres subrogados como opción para consumar el árbol genealógico de dos gays solo confirma mi renegada teoría. Un gran amigo, activista él, de los poquísimos que respeto y cuyos argumentos escucho con la guardia baja, me explica que la Iniciativa a la Reforma de Salud en la Reproducción Asistida no es una diana homosexual, y sí el abordaje de un fenómeno que existe a pesar de los dilemas bioéticos en materia de derechos reproductivos, de los cuales los gays no pueden estar excluidos. Cierto. Sin embargo, aun cuando en la propuesta se contempla el espectro buga, fueron gays quienes aplaudieron y echaron porras como las animadoras más cursis y pedas de un baby shower después de que Olga Sánchez Cordero presentara la iniciativa de regular la reproducción asistida. Supongo que se podría invertir el mismo entusiasmo en mejorar la sofocante y desesperanzadora burocracia que implica adoptar en México.
Pero entiendo el punto. Admito que tengo un problema con la familia y la paternidad. Aunque fuera hetero, más carpintero que José el de la Biblia o Pepe el Toro, jamás transmitiría mis tormentos y debilidades a un ser humano sin culpa. Ciorán me entiende, sus palabras en los Cuadernos 1957-1972 fueron mi vasectomía ideológica: “La única cosa que me precio de haber comprendido muy pronto, antes de cumplir los 20 años, es que no había que engendrar. A eso se debe mi horror del matrimonio, de la familia y de todas las convenciones sociales. Es un crimen transmitir las tareas propias a una progenitura y obligarla así a pasar por las mismas duras pruebas que nosotros, por un calvario tal vez peor que el nuestro. Dar vida a alguien que heredaría mis desgracias y mis males es algo que nunca he podido consentir. Todos los padres son irresponsables o asesinos. Solo los animales deberían dedicarse a procrear. La piedad impide ser “genitor”: la palabra más atroz que conozco.
También reconozco que mis razones, o prejuicios para los muchos atados a la normalidad que subyuga, estén contaminadas de equivocaciones propias de la masculinidad bravucona y malformada y, por lo tanto, resistan marginadas de las certezas feministas. Porque soy de esos brutos que creen que los hombres no deberían autodenominarse como feministas por mucho que el acto de contrición machista apendeje las hormonas.
Arrepentirse del privilegio patriarcal y las erecciones nunca será suficiente para ganarse el derecho de entrometerse en debates como el aborto (enseñanzas de dos feministas que me patearon los huevos por sus brutales convicciones sin anestesias, convirtiéndose en influencias viscerales y definitivas: Valerie Solanas y Kathy Acker) o la maternidad subrogada. Con lo chocante que pueda sonar, me siento tranquilo, prefiero la masculinidad con todo lo práctica y tóxica que pueda ser, a la hipocresía de apoyar escenarios exclusivos de mujeres al mismo tiempo que las ven como herramientas de fertilidad.
Incluso que una amiga acceda por voluntad propia, empatía y bondad infinita a gestar el bebé de dos hombres, someterla a nueve meses de cambios hormonales, asco y vómitos según el cliché del embarazo, tan sólo para cumplir la fantasía de familia como institución de sangre, linaje y descendencia, es desproporcionado y egoísta. Una distopía con brochazos de la bandera de arcoíris, como en un universo paralelo de The handmaid’s tale, donde los gays no fueran decapitados. Además creen tener autoridad liberal solo por la cuota de besos bigotones y una que otra fantasía sodomita: ¿con qué jetas se atreven a linchar a los del Frente Nacional por la Familia acusándolos de conservadores?
La lucha en igualdad de derechos rematada en la emulación de valores que por mucho tiempo fueron los ingredientes de caldos de cultivos como las castas y su impuesto de segregación y discriminación, palabra automática de muchos gays cuando lloriquean por sentirse excluidos de los comerciales de cervezas o desodorantes para hombres o cuando pretenden poner quejas institucionales contra iglesias y colegios católicos que se resisten a acoger al pequeño hijo de dos hombres a su rebaño, me sabe a papel periódico y resignación. Hay noches, cuando camino rumbo a esas mazmorras urbanas habitadas solo por hombres homosexuales que mortificarían la culpa del buga promedio, me ataca el desencanto: detrás de todas las evidencias a favor de la igualdad, se esconde un desgarrador pánico a la diferencia y el suicida compromiso que eso implica. Homologarse con las apariencias hetero, huir de la reinvención del modelo familiar (si es que esto es posible; podrán cambiar los integrantes, pero la cotidianidad y tiranía son las mismas que cualquier hogar buga) parece ser buen paliativo contra el autoflagelo.
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