Para ver a John Waters en vivo se necesitan cumplir un par de reglas. Llevar alguna prenda de animal print y nunca tomar fotografías y grabar video o audios. La primera es una regla no escrita que todos sigue a forma de tributo. La segunda la explica el mismo Waters en su libro Mr. Know-It-All: The Tarnished Wisdom of a Filth Elder. La razón es de una obviedad plana como una secuencia de una película de David Lean, que el propio Waters detesta por aburrido: si no pusiera restricciones audiovisuales todos harían eco de sus mejores remates para subirlas a redes sociales y la propagación de su astuto mal gusto se disolvería en un fractal de citas sin contexto. ¿Para qué pagar por un show de John Waters si puedes satisfacerte con cinco minutos de TikTok?
Es la razón principal por la que John Waters no tiene redes sociales. Así genera un misterio sobre su figura que mantiene sus monólogos frescos y a salvo de posibles cancelaciones instantáneas. Como la de la noche del 2 de diciembre. John Waters se presentó en el escenario del Great American Music Hall en el corazón del Tenderloin, el barrio bravo de San Francisco. Parte de su famosa tradición Una navidad con John Waters (A John Waters Christmas), cuando hizo bromas alrededor de sus encuentros sexuales en casa de sus padres previos a la cena de Nochebuena, listas a la gente que juzga como si escribiera una lista de deseos a Santa, su implacable defensa a Joker II Fólie a Duex (nos pidió que no hagamos caso a las conservadoras críticas: “por Dios, Joker II es como si Jailhouse Rock se cruzara con Bubsy Berkeley, como si Frank Sinatra organizara un maratón para recaudar fondos después del 9/11; estúpidos críticos que sólo buscan la ominosa seriedad de un diván en la habitación del terapeuta de confianza) o las bromas subidas de tono que involucraban a la Virgen María, José y un ardiente pesebre. El guiño de incesto perturbó a uno de los asistentes que incómodo le dijo al tipo de al lado:
“Pinche Waters, eso no es divertido, ¿Quién se creen para ir tan lejos?”.
A lo que el tipo de al lado respondió:
“¿Y qué vas a hacer?, dime, ¿cancelarlo? Si ya cerraste tu cuenta de Twitter para rebelarte contra Elon Musk…”.
El pobre hombre se tuvo que tragar su ofensa cruzando los brazos, mientras el resto cruzábamos las piernas para no mearnos de las incorrectas risas.

Así como el hombre ofendido por las líneas anticlericales de John Waters, The Guardian, New York Times o personalidades como Jamie Lee Curtis han cerrado sus perfiles de millones de seguidores emprendiendo así el éxodo de la red social antes conocida como Twitter en un acto de protesta digital contra el fanatismo conservador de Elon Musk y sus fobias hacia todo aquello que no sea heterosexual. Musk es un nombre que se configura para ser uno de los peces gordos en el gabinete de la próxima administración de Donald Trump quien con su llegada no solo parece desestabilizar el orden comercial y migratorio con el que se relaciona con el mundo. También la segunda vida digital, aquella que se mueve en las redes sociales está sucumbiendo a cambios que muchos empiezan a leer como el fin.
El abandono de Twitter, hoy conocido como X, se cuenta de miles por día. Incluyendo avatares cínicos como pornstars o tuistars que han construido su fama en el sitio de micro blogging que no censura sexo explícito o discursos de odio. El resto de los tuits que se mantienen vigentes son comerciales de dudosa calidad producidos por inteligencia artificial en algún rincón de Uzbekistán y tuiteros que siguen queriendo cancelar trayectorias en aras de la justicia social como si fuera 2017. Sin recapacitar en el hecho de que los conservadores se la pasan husmeando en la moral de arrobas cancelados para convencerlos de que la mejor venganza es pasarse a su lado. De tanto usar la palabra facho ante cualquier infracción menor los fascistas de cepa llegaron al poder sin que nos demos cuenta.
¿O cómo leer la cultura de la cancelación cuando la revista Time ha puesto a Donald Trump en su portada dedicada al personaje del año?
Las cámaras de eco están cobrando vida propia a través de redes sociales cada vez más personalizadas para que el acoso o la ofensa o la indignación no altere la psicosis de los usuarios y puedan navegar en un ambiente de pacífica censura como actualmente sucede en Facebook o sus satélites Instagram o Threads. O en el caso de Truth, la red social del presidente electo de USA dónde el racismo y las teorías de conspiración no tiene límites decorosos. Recientemente una de las agencias de publicidad para las que colaboro saltó la duda de si era siendo hora de tomar en cuenta redes sociales como Bluesky en las campañas de las cuentas que manejaban para seguir generando vistas. El único que parece mantener una consistencia discursiva es TikTok pero su volatibilidad no permite posicionar marcas o tendencia porque depende del efecto viral.
Si las redes sociales colapsan sucederá en medio de una ola de conservadurismo amenazante y con poco margen para la diferencia.
Mientras tanto, John Waters sigue vigente haciendo presentaciones con bromas que sacan de quicio, blindadas por su renuencia a abrir una red social cualquiera. Sin pedir disculpas por decir lo que piensa. No solo sigue siendo el rey de la inmundicia. También un punk visionario.