Uno de los momentos más equívocos de la serie es cuando Blanca Rodríguez Evangelista, mujer trans latina y protagonista incuestionable de la serie, es expulsada a rastras del Boy Lounge donde ella, a huevo, quiere echarse un trago, tirándola sobre el cemento del downtown neoyorquino. Que la escena debe obligarnos a reflexionar sobre la homofobia, el racismo y la misoginia al interior de la comunidad Lgbttti es de una obviedad manceba. No basta con la secuencia lacrimógena. Para reforzar la denuncia, el dueño del bar le dice: “Entiende que este es un bar para hombres blancos menores de 35 años”. A lo que ella responde: “Vendré todas las noches hasta que me sirvan la cerveza que merezco”. Tiene razón. Finalmente, la policía hace su aparición arrestándola bajo un cargo que resulta una tontería.
Las escenas decepcionan involuntariamente toda vez que a Blanca nunca se le ocurre rebelarse contra la alineación blanca que somete a los parroquianos del Boy Lounge. Hubiera sido más liberador y reivindicativo para las minorías negras e hispanas que Blanca fuera esposada por aventar un ladrillo a los cristales del Boy Lounge, como si sucede en la polémica Do the right thing de Spike Lee. Pose nunca le da la oportunidad a Blanca ni al resto de los personajes trans, de fincarse sus propias reglas que alteren el orden de la heterosexualidad blanca.
Es ahí donde surge el problemático inconveniente de Pose, la serie de TV, una más del productor Ryan Murphy (Nip/Tuck, American horror story, Glee), recién colgada en Netflix y que pretende honrar el legado la cultura ballroom, fundada por las minorías sexuales negras e hispanas afincadas en el Harlem de 1987: la arbitraria condescendencia del hombre blanco, pues detrás del discurso de marginación que amparó el surgimiento del voguing se esconde el capitalista mensaje de pelear hasta morder el cemento con tal de conseguir la integración, pero no de la horizontalidad social, sino con los exitosos socialmente. Según Murphy, es la única forma de sentirse alguien. O alguien realizado, mejor dicho. Entendiendo la realización como la fantasía cuajada de la otredad aspiracional. Los guionistas de la serie bien pudieron colocar al personaje transexual de Blanca a reafirmar sus posturas contra el racismo gay en un concierto de los Living Colour, furiosos exponentes del punk funk afroamericano que cuestionaban y confrontaban el sistema blanco como única circunstancia de sobrevivencia económica. De hecho, fue por ese 1987 que empezó a sonar “Cult of personality” en las estaciones marginales de radio; de algún modo, el sencillo de los Living Colour describía el aliento de la cultura ballroom, reforzado con el exitoso revival que empujaron las temporadas de RuPaul’s DragRace. El puente de la canción que dice: “Cuando el espejo habla, los reflejos mienten” parece trascribir la tensión acumulada al interior del famoso werkroom del reality. “Cult of personality” se convertiría en un trancazo musical para 1988. Quizás la comparación suene necia de mi parte, pero siento que el punk, y en especial el hardcore gringo planteaba la insatisfacción paria como motor para hacerse de un sistema propio sin grandes inversiones. Me desespera que Blanca solo quiera luchar por un trago con los blancos del Boy Lounge y no busque otros espacios donde su discurso pudiera tener un efecto más catalizador. El sufrimiento trans, que parte de situaciones crudas y reales, es refrenado en Pose por sus triviales anhelos de fama y estabilidad familiar sumamente convencionales.
Aunque llegado a esta especulación me parece que Murphy no hace más que un lógico reprise del documental Paris is burning y su razonamiento de la cultura ballroom que nunca desafía al sistema económico de clases, al contrario. La fijación de los ejecutantes del voguing por las marcas y diseñadores multimillonarios (el mismo término proviene de la revista de modas Vogue, que muestra estilos de vida burgueses prácticamente inaccesibles para el lector común) pareciera ser una muestra del triunfo del consumismo más obsceno e imposible por encima del encabronamiento marginal. El feroz combate de pasarelas reglamentados bajo la ley del realness es un ejemplo de ello, pues la mayoría de las categorías son extraídas del imaginario de la clase alta, ganando quien más logre mimetizarse con los ricos. Nunca proponen categorías de barrio bajo tipo Ramones realness y cuando existen, lo hacen desde un tolerado maltrato clasista, como la categoría banjee y banjee girl, cuya parodia encarnada por hombres puede ser susceptible de tufos misóginos para los clavados en el tema. Leo que eso es una crítica al sistema de clases, pero cuando confiesan, tanto en el documental como en Pose, sus honestos deseos de ser grandes militantes del jet set, lo entiendo más como una apología del estrellato hollywoodense. No hay nada de malo en la aspiración de estrellas. Es una subcultura esperando una oportunidad como quien le pega al billete gordo de la lotería.
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