Sociedad

“Nitrato de animal”: 30 años de Suede

Este 2023 se cumplen 30 años del lanzamiento del álbum debut de Suede y pensé que desde que el video de “Animal nitrate” se atravesó en mi vida gracias a desperdiciar el tiempo frente a la MTV, generé una malsana gravitación por Suede, con sus guitarras afinadas en la desesperación por el sexo. Como muchos de nosotros, los putos. Y sus sampleos de pop mansos, como son las aspiraciones y sueños de la clase media, dependiente de las deudas para darle sentido a sus jornadas laborales y a sus letras poéticamente vulgares escritas desde la agridulce deshonra del pavimento.

Por último, el carisma de resonancia aguda de su vocalista, Brett Anderson, hombre hetero de provocación afeminadamente lumpen.

Suede es la visceralidad proletaria hecha pop. De las poquísimas bandas que han podido hacerse de un universo propio, sin necesidad de asirse a la infraestructura de los grandes consorcios mundiales de la música. O de la legitimidad desatinadamente puritana del indie manufacturado en los últimos años, contaminado de buenas causas e histeria por mejorar el mundo.

Pienso en el video de “Metal Mickey”, donde una mujer vestida entre acinturado dandy y padrote del siglo XIX, con inquietante bigote dibujado sobre labios de brillante carmín, se propone seducir a la empleada de una sangrienta carnicería. Llevándola de obsceno paseo por boutiques de rebajas donde le compra vestidos de chifón y bisutería costosa; por bares de ancianos morbosos y decadentes clubes strippers, que producía una ansiedad marginal adictiva. Las mejillas de aquella señorita empleada de la carnicería, con la inexperta firmeza de los veinte años recién cumplidos, neutralizando perturbadoramente la sordidez del Londres jodido, nos enseñaba a los adolescentes huevones de ese entonces, la vulnerabilidad de nuestra edad en un mundo pervertido. El mensaje lésbico atravesado por el drag-king de la mujer homenajeando retorcidamente a un proxeneta anticuado, más los integrantes de Suede, deformando los riffs a un punto desgastado con insolencias amaneradas, además de adelantarse a los modelos no binarios tan santificados por el milenniarismo queer, retrataba la angustia de romper los esquemas heterosexuales en las clases bajas al ritmo de un golpeteo harmónico, corrosivo y pegajoso.

El montaje de imágenes en “Metal Mickey” me recordaba a las costras de sangre en los baños para hombres de los cines porno del Centro Histórico del entonces DF, o a los chicos afeminados que buscaban el amor, o la salvación, bajo los relojes análogos del Metro Insurgentes a mediados de los noventa. Con sus bolsos de charol cuarteado en el hombro izquierdo, camisas de terciopelo de segunda mano y pantalones acampanados cubriendo la punta de unos zapatos Flexi. Aquellos chicos amanerados podrían permanecer horas si no tenían cita específica con algún señor desesperado después de poner sellos en una oficina gubernamental. Se frotaban la punta de las uñas del pulgar y el dedo medio mientras aguantaban el hostigamiento de los pasajeros homofóbicos y de los policías que, haciendo su trabajo, los insultaban y extorsionaban. Había un señor de abundante cabello rizado e infaltable chamarras de cuero ochentero, como de policía judicial en épocas de “El Negro” Durazo, que bajaba al andén del Metro Insurgentes de vez en cuando para coquetear con varios de esos chicos afeminados. Los invitaba a merendar en el restaurante de antojitos mexicanos con las mesas puestas en el empedrado peatonal de la calle de Génova, frente al Mix-Up de la Zona Rosa. Luego desaparecían. Lo seguí un par de veces. A veces iban al café de Sanborns en la calle de Amberes. Alguna vez quise ser parte de su grupo para averiguar dónde irían después de las enchiladas verdes. Pero la única vez que hicimos contacto visual se acercó y me susurró que lo dejara de observar: “pinche mata putos cara de huevo”, me dijo. Aun así seguí arreglándomelas para espiarlo sin que notara mi presencia. Era como estar dentro de una pervertida canción de Suede en sus primeros discos, con sus portadas de cuerpos desnaturalizados por la perversión y la inopia vintage arrastrando lujuria sórdida y precaria (como todas sus carátulas), cuando Suede desentrañaba la existencia en constante tensión por la banca rota (algo que los hombres gays odian tanto como el futbol soccer o los libros de Charles Bukowski; el movimiento homosexual es el más asimilado por el sistema y el sistema mercantil, por eso la cultura del éxito, los gimnasios, los vomitivos musicales o la ansiedad por reconocimiento en redes sociales a cambio de cualquier patrocinio pedorro, ha arraigado tanto), como bien dicen en “Trash”, una de sus mejores canciones: “Tal vez son las cosas que decimos, las palabras que decimos, la música que escuchamos. Nuestro abaratamiento”.

Juré que todos los de Suede eran gays. La portada de su álbum debut homónimo era una trampa de ilusión óptica que sustentaba esa idea: dos personas desnudas besándose jugosamente en la boca sin saber si eran dos hombres o dos mujeres, o en el último de los casos una pareja buga. Brett era gozoso. Pero me la jalé varias veces pensando en Simon, el baterista. Me agarré de esa idealización, y de la berrinchuda e irónica ambigüedad de Dinosaur Jr. y de la furia de Black Flag, para salir del clóset. Luego empezó a circular el chisme de tabloide sobre que el sencillo “Tender”, de Blur, estaba dedicada a Justine Friedman, la vocalista de Elastica que había dejado a Damon Albarn para volver a los brazos de Brett Anderson.

En realidad, Suede era un grupo de bugas afeminados y adoctrinados con prendas de segunda mano, como los chicos del Metro Insurgentes a mediados de los noventa. Lejos de decepcionarme fue todo lo contrario. Se requería de un chingo de valentía para que una bola de bugas se atreviesen a jotear sin el estrafalario cobijo de las gigantes plumas que afianzó la tradición glam-rock. A veces pienso que sin los despampanantes trajes, la androginia del glam podría ser un petardo chapucero. Por eso amo a Bryan Ferry, que no tuvo miedo en anteponer su masculinidad y machismo por encima de la tramposa obcecación del maquillaje.

Mi joto fanatismo se robusteció. Así como su influencia para decir que me gusta por detrás.

Suede se ha convertido en un símbolo importante para la cultura gay alternativa, sobre todo en Inglaterra, donde sencillos como “Metal Mickey” y en especial “Animal Nitrate”, que se baila como verdadero himno. Éste porque es un intrínseco homenaje a los poppers y a los vapores de las drogas baratas, al alcance del salario mínimo: “Siempre había albergado el deseo de contaminar la cultura establecida con algo venenoso, algo de cuyo carácter nocivo no cobrara conciencia hasta que fuera demasiado tarde, y vi en ‘Animal nitrate’ el vehículo perfecto para ello”, dice Brett Anderson en su biografía “Tardes de persianas bajadas”.

He tenido la oportunidad de ver a Suede en las dos ocasiones que ha pisado tarimas aztecas. Cuando fueron parte del cartel de los festivales Corona Capital, en los años 2012 y 2016. Los conciertos se han sentido cual paliativo religioso al corroborar que el mundo de Suede sigue intacto. Sentir como las cuerdas de Richard Oakes sacan la misma corroída afinación de los primeros discos es una prueba a la lealtad a sus libertinajes. Y los de todos nosotros. Si algo nunca envejece, son nuestros vicios: podremos cansarnos, renunciar a ellos, pero su tentación siempre estará ahí, como la muerte.

No éramos esa aplastante marea como las que logran convocar los Killers o Muse. Suede no tiene muchos fans en México. Por la razón de que no ofrece fantasías vintage. Ni el estatus de ser el más alternativo en el taller de poesía contemporánea. Suede es visceralmente minimalista como para enviar mensajes subliminales de consumismo justo. Soltaba con el mismo calambre de la última gota de semen la línea “Now your animal’s gone”.

Verlos abollado en el piélago de torsos al borde de la primera línea frente al escenario fue mi peregrinación para darle las gracias a Suede y a Brett Anderson por enseñarme a no pedir disculpas por comer braguetas en los baños públicos o en el último vagón del Metro. A no avergonzarme de alimentar mi lujuria. Fue como revivir la humedad de los fluidos del “Suede: love and poison”, el registro del concierto que en 1993 dieron en el Brixton Academy de Londres, editado con la misma velocidad de una masturbación puerca, a pesar de que Anderson ya no alcanza los febriles agudos que caracterizó los coros de la banda hasta antes del disco “A new morning”. Pero el exhibicionismo lúbrico sigue intacto. Sigue moviendo las caderas bajo el influjo de las guitarras distorsionadas, balanceándose hacia el final del proscenio como si fuera a cometer un suicidio fallido. Dramático, como son todos esos paroxismos por llamar la atención. Enredándose a sí mismo con el cable del micrófono, materializando insinuaciones bondage frente a nuestros ojos que reafirman esa primitiva sinapsis de los hombres de pensar en sexo e irrigar sangre a nuestro prepucio a lo pendejo.

Gracias, Suede, por eso.


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Wenceslao Bruciaga
  • Wenceslao Bruciaga
  • Periodista. Autor de los libros 'Funerales de hombres raros', 'Un amigo para la orgía del fin del mundo' y recientemente 'Pornografía para piromaníacos'. Desde 2006 publica la columna 'El Nuevo Orden' en Milenio.
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