Hasta la publicación de esta columna, Jazz Bustamante, activista trans, llevaba 107 horas y 47 minutos en huelga de hambre, como protesta contra los crímenes de odio por homofobia en su tierra, Veracruz, y el resto de México, según un tuit colgado en la madrugada del primero de septiembre. Durante los primeros días de agosto fue localizado el cuerpo sin vida de Miguel Ángel Medina Lara en las afueras de Xalapa, Veracruz, activista Lgbttti de 21 años, con marcas de golpes y pedradas, según narran sus compañeros.
Jazz no es la única. A su herramienta de protesta se han unido Luna Linares Torrecilla, de Córdoba, Veracruz; Paola Malvaez, de Puebla; Miguel Orozco, de Chihuahua; Ludwin García, Cristina Ortiz, Alex Hernández, de Poza Rica, Veracruz, y Aldahir Jiménez de Papantla, Veracruz, radicado en la Ciudad de México, quien además de renunciar a los alimentos, también zanjó de botepronto su tratamiento antirretroviral que mantiene su carga viral de VIH indetectable, como acción extrema para que las autoridades agilicen las investigaciones en los casos de las personas Lgbttti asesinadas recientemente con una frecuencia que debería alarmarnos.
No muchos días antes del asesinato de Miguel Ángel Medina Lara, también fueron encontrados los cuerpos de la doctora transgénero Elizabeth Montaño, de 47 años, cuya hipótesis de muerte fue suicidio según la Fiscalía del estado de Morelos; el de Jonathan Santos, de 18 años, en Zapopan, Jalisco, quien no solo fue víctima de una bala en cabeza, también de la histeria por sumarse al empaque del lenguaje diverso, orillando a las autoridades a declarar que su crimen se investigaría como feminicidio. Cuando no se tiene claro en la denuncia pública las circunstancias alrededor de las mujeres y hombres homosexuales, es que el problema es más grave que los algoritmos que pretenden acabar de una vez por todas con la normalización de lo que sea. Intercambiar vocales según su onomatopeya de género no está funcionando. Lo estamos viendo. El caso frontalmente espeluznante fue el de Javier Eduardo Pérez Hidalgo, pues junto a su cuerpo calcinado colocaron la bandera de arcoíris y un mensaje de odio, prosiguiendo la infame usanza de los narcomensajes.
Después de las protestas que surgieron de inmediato tras la aparición de estas personas, el tema parece desvanecerse entre la crisis por la pandemia del covid-19 y el desmadre económico que amenaza nuestras carteras y tripas. Los únicos que han decidido hacer algo extremo son las seis personas que se han puesto a huelga de hambre y el activista Alaín Pinzón, que hizo una manifestación para gritar con megáfono que nos están matando. Pero su cobertura en medios, me parece, no alcanza el volumen necesario. En palabras de Aldahir Jiménez: “Digamos que hay posibilidad de un diálogo, pero hasta ahora nada concreto. El jueves quizá haya reunión en Segob para ver cómo incidir desde acá para atender exigencia de otros estados. Es lo que se tiene hasta ahora. Pero oficialmente de las instituciones a las que se les demanda, no han dado un pronunciamiento”.
Si cualquiera de las víctimas por crímenes de odio antes mencionadas fueran afroamericanos como George Floyd o Jacob Blake, la fracción más pretenciosa del Paseo de la Reforma en la Ciudad de México ya estaría pulverizada y habría que redescubrirla entre pedazos de cristales y cenizas. Puede ser que esté incitando a la fantasía de violencia, pero me vale madres. Nunca pude sacar de mi cabeza la poesía de Gil Scott-Heron que anticipando la velocidad del rap, alguna vez recitó: “Estamos hartos de rezar, hacer marchas, pensar y aprender. Los negros queremos empezar a cortar, disparar, robar y quemar”.
Pero siendo las corrientes homosexuales de las más asimiladas por el consumismo y la aspiración heterosexual como meta de bienestar, es prácticamente imposible que nos hartemos de nuestro propio verdugo. La estrategia de los genios del marketing ha funcionado: vendernos el pacifismo, el matrimonio, los posicionamientos woke en nuestros timelines para reinventar la culpa como accesorio cool y la programación neurolingüística sobre lo que significa ser gay, nos ha suprimido cualquier mecha de resistencia que desafíe el orden. Porque incluso hasta el rechazo a las tesis de la corrupta muletilla de la teoría de crimen pasional en hombres homosexuales suena a eslogan publicitario. Entiendo que ese ha sido un inmundo defecto de las autoridades para darnos carpetazos. Pero me desespera de igual manera que reneguemos de nuestra disonancia emocional como si fuera algo malo, “si puedes controlar tus emociones, lo más probable es que no tengas muchas”, dice Douglas Coupland. Se nos olvida que aun si se comprobara que el móvil del crimen fuera pasional, el culpable debe ser arrestado, ser procesado y pagar su delito. Deshumanizarnos como jotos, arrebatarnos nuestros deterioros, también nos invisibiliza.