Cuando leí abruptamente que Sinéad O’Connor había muerto, pensé que todos la escuchamos a principios de los noventa. Los fans de Timbiriche, de Flans. Los que imitaban los peinados de Caifanes que a su vez se fusilaban los crepés de Robert Smith. Los que se daban a Maná sin vergüenza. Los que bailaban a los Temerarios. Los que solo llevaban cassettes de los Cadetes de Linares en sus trocas Chevrolet. Hasta los devotos de Juan Gabriel y su discípula Rocío Dúrcal que parecía ya no podían tener más lágrimas que exprimir. Nadie escapó a la punzante belleza de “Nothing compares 2U” de Sinéad O’Connor, la canción más escuchada de la época sin importar la tribu urbana ni la radio de preferencia.
Un fenómeno extraño para el pop de aquel entonces al menos en México. Que se consumía bajo un futurista optimismo que suponía la última década del siglo XX y del milenio. No había mixtape de éxitos que no incluyera “Nothing compares 2U”.
A primera oída, era una balada inerme sin capas abstraídas, a pesar de sostenerse en uno de loops de batería más dolorosos.
Pero el encanto sucedió cuando el video se hizo presente en las pantallas de televisión como una revolución. El hermoso rostro de Sinéad sobre un cuello de tortuga se inmortalizaba con el close up de fondo oscuro que enfatizaba su combativa belleza rapada (inusual en los estándares pop de la época) sobre aquellos enormes ojos hundidos en una melancolía sublime que al final de la canción derramaban un hilo de lágrimas que laceraban nuestra piel. Era la oda a una madre deshecha. A veces pienso que nos lanzamos a comprar el cassette de “I do not want what i haven’t got” solo para tener el semblante de Sinéad tan cerca como fuera posible. Sin reparar en el hecho de que el título del álbum daba pistas de los demonios que acarreaba. Sinéad nos enseñaba el tormento en su pieza pop en su sentido riguroso. Nos enseñaba que Irlanda no le pertenecía a U2.
Resultó que el álbum no era para todos. Si bien entre los que habían metido mano en la producción se encontraba Andy Rourke de los Smiths, que si algo sabe es darle un toque de amabilidad a canciones de ambición lírica, el segundo y exitosísimo álbum de Sinéad tenía varias caídas que a muchos desconcertaba. Mi favorita, por encima de su himno original de Prince, es “The emperor’s new clothes” que empieza con un saque de batería como llave que abre una caja de ritmos apresurada a huir sobre un auto usado que no termina de arrancar. Es la voz de Sinéad cantando sobre embarazos no planeados y cambios hormonales mientras es honesta con quienes la rodean, advirtiéndoles que al final será ella misma y no pedirá disculpas por eso. Aunque siento que la mejor canción de toda su carrera es “Drink before the war” de su álbum de 1987 “The lion and the cobra”.
Sin embargo, por alguna razón desarrollé una obsesión por sus colaboraciones. La mitad del “US” de Peter Gabriel no puede entenderse sin el emocionante contrapeso de la voz de Sinéad en las canciones de cúspides emotivas. Es el día que no puedo escuchar “Come talk to me” sin que se me hinchen los ojos por la resplandeciente energía con la que Gabriel esgrima su mortal soledad mientras Sinéad le recuerda la distancia con esos agudos caídos del cielo. Por supuesto otro paso épico es la herejía erótica y suicida de “In the blood of eden”. Se dice que cuando pisó suelo chilango en la gira del Secret World, lo primero que hizo Sinéad fue darse una vuelta por el tianguis del Chopo antes que dejarse retratar en algún bar de Polanco. Subversiva como nadie.
También su colaboración con el incomprensible Matt Johnson, cerebro detrás del pop extravagantemente grasiento con frustraciones de jazz de The The me lleva a niveles de excitación romántica como una pieza de softporn. “Kingdom of rain” es un vigoroso dueto existencialista como reclamos sado. La voz de Sinéad responde como látigo romántico.
En todos esos momentos Sinéad dejaba ver que era una mujer que llevaba el punk en los huesos.
Su disparo cumbre fue cuando rompió una foto del papa Juan Pablo II en plena presentación de “Saturday Night Live” como protesta por los abusos sexuales de la Iglesia Católica solapadas por Juan Pablo que había sembrado un cursi arraigo, especialmente en México. Era imposible dar con el episodio en cuestión en los sistemas de cable. Lo único que circulaba era la foto con Sinéad sosteniendo al representante de San Pedo en la tierra partido por la mitad.
Su carrera colapsó en cuestión de horas. La industria que hoy llora su muerte le dio la espalda en aquel momento. Los fans de Bob Dylan la abuchearon en el tributo de su ídolo meses después y muchos mexicanos decían que si escuchaban “Nothing compares 2U” le rezabas a Satán.
Quienes intentaron salvarla apelaron a desórdenes mentales, dibujándola como una estrella problemática con episodios de histeria. Traicionando su inteligencia de la que supuraba una sensibilidad aplastante en su belleza. Los pasajes de su vida empezaron a hacerse públicos. Una infancia marcada por truculentas abusos familiares e injusticias de una Irlanda desestabilizada.
Los padecimientos mentales aún se observaban bajo la lupa de una estigmatización cruel.
Aun así pudo lanzar “Universal mother” en 1994 (para mí el mejor de toda su discografía) y al poner atención a las canciones supe que Sinéad priorizaba sus combativas convicciones políticas por encima de cualquier convención. Sus desórdenes mentales no mermaban ni un ápice la lucidez de sus discursos. Como lo demuestra en su desgarrador manifiesto “Thank you for hearing me” o en el divino cover a “All apologies” de Nirvana que en la ingobernable voz de Sinéad el lamento original de Kurt Cobain se vuelca a dragar tumbas en un jardín de girasoles al atardecer.
Tuvieron que pasar casi dos décadas para demostrar que Sinéad no era satánica ni estaba en una crisis de personalidad limítrofe. Simplemente decía la verdad. La Iglesia Católica cometió centenas de abusos solapados por la hipocresía, ahora sí, diabólica de Juan Pablo II. La retahíla de expedientes contra el padre Maciel es una irritante muestra. Ahora puede verse su presentación en varios canales de YouTube y el silencio que provoca su osadía atraviesa la indignación, la impotencia de saber que no se puede regresar el tiempo para demostrar que la verdad estaba de su lado.
Su precio por denunciar las infamias de la Iglesia Católica la orilló a una espiral de angustia que afectó para siempre su ascenso a un estrellato que merecía por derecho propio. Aun así nunca renunció a la rabia de sus convicciones de acero ni a la belleza de su voz y sus ojos llenos de vida sin filtros y ese es su contundente legado. Hoy muchos quieren deconstruirse y apuestan una supuesta rebeldía, pero sin jugarse el pellejo ni el prestigio, y mucho menos los likes.
Lloré cuando supe de su muerte. Espero que por fin haya encontrado la paz que el mundo le negó. Ahora su voz está donde germinó. Gracias por tanto, querida Sinéad O’Connor. Si ves a Juan Pablo II, miéntale la madre por mí.