Que voceros de ONG asuman un espectro honorable en público, como acrobacias brillantes en un circo moral, me despierta sospechas como comezón en lugar donde no puedo rascarme.
Desde luego muchos de los derechos y las libertades que gozamos los homosexuales en México se los debemos a los grupos activistas que tomaron acciones determinantes en administraciones pasadas, cuando veían la diversidad del arcoíris como una extravagancia noventera. Recuerdo toparme con algunos encuentros de activistas en mis primeras escapadas a la Cervecería Viena, casi al principio de la calle de la República de Cuba. Solían reunirse en las mesas cerca de la rocola. Como las trabazones gays parecen ser los más vulnerables al cliché, no faltaba el clásico que le echara monedas al código de las canciones de Lucha Villa. Nunca me les acerqué, pues lo acartonado de la situación me bajaba la erección. Pero sus conversaciones eran estimulantes. Al menos no había soberbia moral en sus disertaciones combativas. Había domingos en los que despilfarraba sus tardes leyendo fanzines gays que La Cantina del Vaquero, cuando estaba en un mohíno estacionamiento a lado del Parque Hundido, ponía en un mueble cerca de la barra salpicada de aserrín que a veces te picaba los nudillos y se colaban a tu trago. Tenías que escupirlo de vez en cuando. Era el precio a pagar por la fantasía de estar en un bar con ínfulas de porno texano. En lo que llegaba algún bigotón capaz de malearme, leía sobre manifiestos de grupos activistas en revistas como la Hermes, Del Otro Lado y un fanzine que causó una fuerte impresión en mi pensamiento, Picahielo. Este último era un fascinante ejercicio de tolerancia entre bugas punk y activistas subversivos enfocados en la causa del VIH.
Cuando me encontré con los denunciantes tuits de una personalidad de las redes sociales representando la naturaleza de una ONG enfocada a la causa del VIH, me pregunté: ¿cuál es la motivación que impulsa a fundar de ONG? De cualquier tipo. Pero en especial las que amparan el VIH. Pues aún con la evolución en su conocimiento, el avance en tratamientos antirretrovirales y su uso como preexposición o la detección temprana, el VIH no puede abatir su átomo más nocivo: la estigmatización. Como los tuits de aquel portavoz, que entiendo también es médico. Para justificar las acciones de la ONG lanzó una refriega de posteos en defensa del sexo seguro fiscalizando agresivamente la sexualidad de los gays en su desmadre consensuado. Sus advertencias tenían el mismo sesgo de algunas ONG pro aborto que una vez abren la puerta de su consultorio persuaden a las mujeres para que lleven a cabo el embarazo hasta el parto. Resonaban como el escandaloso conservadurismo de las palabras de Ronald Reagan cuando la etapa más culera del sida mataba homosexuales.
Podría haber tomado en serios sus regaños con buena causa. De no ser porque alrededor de su supuesta vocación oenegera había tantos logos y marcas como el mostrador de cualquier farmacia.
¿Quería salvarnos del VIH o promover marcas de condones mediante la reputación de una ONG?
Recuerdo aquella frase en la que, desesperado, el doctor Condor responde al teniente Anton Hofmiller en La impaciencia del corazón, la novela de Stefan Zweig sobre la incurable invalidez que afecta a Edith Kekesfalva, vanidosa millonaria condenada a una silla de ruedas: “La medicina nada tiene que ver con la moral: cada enfermedad es en sí un acto anárquico, una rebelión contra la naturaleza”. Edith ha sacudido intensas pasiones en el teniente. El problema es que Hofmiller no está seguro de si lo que siente por la millonaria es amor. O compasión.
El mismo desafío a la medicina puede encontrarse en la letra Infected de la banda de punk californiano Bad Religion.
¿Por qué no nos dejan enfrentar al VIH desde nuestra rebelión y anarquía? ¿Quién dijo que los avances médicos tenían que responder a las expectativas decorosas de los bugas y el resto?
No es que idealice a los activistas de la Cervecería Viena. Rápido me di cuenta que a muchos de ellos les interesaba el hueso político, justificándose en la supuesta imparcialidad de su lucha. Supongo todos esos grupos y asociaciones civiles evolucionaron a lo que hoy se entiende como ONG que también persiguen hueso a su manera. Sobreviven a base de apoyos, eventos, pero sobre todo fiestas resguardadas por el exhibicionismo de las redes sociales. Son los influencers quienes ahora personifican la voz de los discursos activistas. Las webcams son las mesas de cantina. El cliché de Lucha Villa hoy lo ocupa Danna Paola. Ningún problema. A veces, el caciquismo de las modas puede ser cuestión de sobrevivencia. Contratan agencias de comunicación en las que, aun cuando se omiten los negocios monetarios, la causa se entiende como mercancía sujeta de publicidad. Sin generalizar. Desde luego, encuentro inconformes excepciones. ONG con las que simpatizo casi en su totalidad. Aquellas que plantaron cara a la austera paranoia de López Obrador y son capaces de sobrevivir en la marginalidad. Pero a las que nunca me uniría. Tengo el ego muy atrofiado como para arruinarle la buena causa a una ONG. No lo hice en el Viena. Mucho menos ahora que las cantinas están cerradas por la pandemia.