Sociedad

“I kill’ Judy Garland”, la sumisión de las divas gays

Hace muchos años me invitaron a participar en una conferencia sobre la irrupción de los homosexuales en la cultura. Como gusto por darme en la madre, diseñé una camiseta. Amplifiqué la fotocopia de un retrato de Judy Garland que saqué de la hemeroteca. Le cubrí los ojos con una cinta de aislar sobre la cual escribí con plumón Esterbrook “I kill Judy Garland”. Al collage le volví a sacar una fotocopia amplificada y el resultado la estampé al frente de una camiseta blanca con la técnica de sublimación textil. Y así llegué a la conferencia. Confesando una fantasía delictiva inspirado en los diseños subversivos de los primeros Sonic Youth, cuando hacían flyers sobre papel revolución en los que buscaban asesinos imaginarios: “Sonic Youth needs a killer”, decía una camiseta gris rata con la solicitud de empleo escrita a mano en azul eléctrico. La perdí en La Casita de Insurgentes. Me la quité en esos arrebatos con otro cabrón a las 9 de la mañana de un domingo sin dormir. La busqué como estúpido con la luz de un encendedor detrás de las poltronas de vinipiel y por los suelos. No me hubiera importado encontrarla, aunque sea llena de detritos onanistas y pegajosos. Era una gran camiseta. La había comprado en el merchandising oficial afuera de uno los últimos conciertos que dieron los Sonic en Los Ángeles. Antes del divorcio noise entre Kim Gordon y Thurston Moore. Maldita sea.

Pero la camiseta de Judy Garland sigue doblada. Repugnante y chingona por lo deslavada que se ha puesto con el tiempo. Así me dijo uno de los ponentes con los que compartí mesa: “Tu camiseta es repugnante”. Le dije que no se azotara. Que era mi intransigente forma de aplastar los moldes con los que pretenden que los gays seamos los accesorios con las cuales los bugas pueden colgarse milagritos de tolerancia. Y que a mí me parecía más repugnante que a los gays nos redujeran a un montón de conmiseraciones domesticadas. Me acusó de ignorante por no entender el valor de la Garland como gran icono gay. Luego se fue como hilo de pantimedia con teorías sobre El Mago de Oz, el arcoíris y esos lugares comunes que seguro les excitaban a los amigos de Ernesto Alonso.

“Ah chingá, yo pensé que la devoción del arcoíris por Judy Garland tenía que ver con que su personaje en El Mago de Oz se usaba para referirse a homosexuales cuando tener atracción por el mismo sexo era un delito. Antes de los disturbios de Stonewall en 1969 se solía usar Los amigos de Dorothy para decir que tal o cual era gay sin exponerlo o exponerse a ser linchado o arrestado. “O eso Nadine Hubbs”, le dije al hombre aterrorizado con mi camiseta. Hubbs escribió un libro interesante sobre la música como eslabón en el orgullo de la diversidad sexual: The Queer Composition of America's Sound: Gay Modernists, American Music and National Identity. Pero ahí no acababa la leyenda. Según Hubbs, otro punto de inflexión sería aquella reseña de una presentación de Judy Garland en el The Palace en Manhattan para un número de la revista Time de 1967. La reseña narraba casi desde la repulsión, que la mayoría del público era gay:

“Curiosamente, una parte desproporcionada de su nocturna infección febril nocturna parece ser homosexual. Esos chicos de los pantalones ajustados ponen los ojos en blanco, se arrancan el pelo y prácticamente levitan de sus asientos, sobre todo cuando Judy canta: “If happy little bluebirds fly”… Otro personaje de Hollywood, el fallecido Spencer Tracy, dijo una vez que “el público de Garland no solo escucha, sino que siente”. También temen y en algunos casos esperan a ser testigos de un colapso, que es uno de los atractivos que ejerce esta estrella persistente, pero propensa a los desastres. Su público llega, al parecer, dolorosamente consciente del tortuoso pasado de Judy: su estrellato adolescente y sus traumas, su voz entrecortada e innumerables contratos rotos, sus cuatro matrimonios rotos con hombres cada vez más jóvenes, sus dolencias e intentos de suicidio. Como resultado evoca una pena y un terror purgantes”, dice la reseña.

El daño estaba hecho. Nos chingaron. Para ser un icono gay había que encarnar una telenovela que nos hiciera regodear en nuestros sufrimiento por ser gays en un mundo y país edificado sobre costumbres hetero. No tengo pedos con el dolor consciente. Eso es lo que hace el hardcore de Black Flag. Pero al menos deja la satisfacción del moshpit entre hombres apestosos de sudor. Y por lo que me he acostumbrado al tóxico impulso de meterme en problemas. Haciendo camisetas repugnantes, por ejemplo. Como una forma de poner a prueba mis propias pendejadas y qué tan dispuesto estoy a darme en la madre por ello. Generalmente salgo con moretones. Pero con las ideas inamovibles. Mi problema desde Garland y hasta Danna Paola, es que la mayoría de las mujeres que se vuelven iconos gays explotan un drama sumiso plagado de ideas sociales conservadoras, subvertidas por la resplandeciente autodestrucción de la fama. Pero conservadoras al fin. En el fondo de sus canciones subyace un anhelo de sumisión a las costumbres que por naturaleza produce opresión y homofobia. Siempre me detengo a observar cómo los colectivos de hombres gays son reacios a adoptar morras inconformes y rompedoras como iconos gays. Pienso en las L7, Bikini Kill, Luscious Jackson. Más reciente las violentas War on Women. Incluso en el pop, divas pasan desapercibidas por el simple hecho de que su producción no se somete al estribillo de fácil digestión, como Sophie Ellis-Bextor o Róisín Murphy. Excepto Kylie Minogue y la grandiosa Madonna, es curioso que los iconos gays encarnados en divas pop son todo, menos confrontativas con las expectativas sociales.

El hombre seguía ofendido por mi camiseta. Le dije que la única teoría más o menos decente de El Mago de Oz es aquella en la que supuestamente si pones al mismo tiempo El Mago de Oz en mudo y el Dark side of the moon de Pink Floyd a volumen alto, encuentras graciosas coincidencias.

Como si no fuera suficiente, el hombre se siguió con la Streisand. Pues a mí las dos me dan agruras. Le dije.

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Wenceslao Bruciaga
  • Wenceslao Bruciaga
  • Periodista. Autor de los libros 'Funerales de hombres raros', 'Un amigo para la orgía del fin del mundo' y recientemente 'Pornografía para piromaníacos'. Desde 2006 publica la columna 'El Nuevo Orden' en Milenio.
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