Sociedad

Fraudes católicos: el eterno odio católico a los gays

Creo que fue en 2005 cuando publiqué un reportaje sobre la Ley de Sociedades en Convivencia que estaba a punto de hornearse en la capital antes conocida como Distrito Federal. Fue mi carta de presentación. El primer texto que publiqué en Milenio vía la revista semanal y con el visto bueno de Verónica Maza y Jairo Calixto Albarrán.

El texto era bisoño, mal escrito y profanamente socarrón. De esto último no me arrepiento. Lo escribí encabronado. Poco más de quince años después puedo despejar que parte de la rabia tenía que ver con el Waiting for the sirens call que había salido por los mismos días. No había pastillas que calmaran los retortijones que me producía ese disco tan inmundo. El peor de New Order. Se notaban las costuras hechas con las sobras más hoscas de su anterior trabajo que sí había sido una obra maestra: Get ready. Debí escribir una reseña en lugar de dispararles carcajadas de burlas a las sociedades de convivencia.

Pero es que las canciones hablaban de un optimismo que para nada coincidía con lo fracasado de la base musical. El bajo del sabrosísimo Peter Hook entraba con calzador a las canciones, haciendo evidente la tensión creativa entre él y los demás miembros. Todo sonaba tan simulado. Como el amor que supuestamente preponderaba en las sociedades de convivencia. Me parecía absurdo que se ovacionara el ritual de incluirnos al sumario de actas, fotocopias, sellos y firmas por triplicado y en tinta azul como orgulloso trámite para recibir derechos. ¿Desde cuándo la burocracia es digna de celebrarse como si le hubiéramos ganado al América?

En ese desastroso reportaje maquiné un odioso empeño de que en el fondo no se festejaba el papeleo de dos hombres firmando el acta matrimonial, sino al ritual de la boda. El derecho a tener un final feliz como nos habían enseñado las fotos de nuestros padres en el comedor. Las telenovelas con las que crecimos y lloramos tan sabroso. La boda en México es la secuencia natural en una cadena de sacramentos compuesta por bautizos, confirmaciones o primeras comuniones. Si de verdad hubiera una vocación por reivindicar los derechos a partir de la disidencia sexual ya habríamos normalizado el matrimonio por conveniencia libre de apariencias sociales. O luchar para acceder a sistemas de salud o créditos hipotecarios sin que el estado civil sea una casilla que nos haga parecer a los homosexuales ciudadanos más confiables.

Mi teoría de que los homosexuales buscan la aprobación de la boda religiosa por encima de cualquier derecho mortal la confirmo cada vez que se tiran fuegos artificiales cuando la Iglesia católica nos ofrece limosnas de tolerancia. Aunque a los pocos días se retracte y de nuevo nos condene al infierno por andar disfrutando de una sexualidad sodomita. Fue vergonzoso verlos morder el anzuelo del supuestamente liberal papa Francisco con aquella declaración de quién era él para juzgarnos. Días después la Iglesia salió a explicar que a pesar de toda su apertura, los homosexuales seguimos expulsados de su paraíso de castidad, golpes en el pecho y ayunos sin culpas.

El más reciente fraude católico acaba de suceder con la noticia de los sacerdotes “rebeldes” que han hecho público sus deseos de bendecir a las parejas del mismo sexo, desobedeciendo a su propia Iglesia católica que una vez más ha decretado que las relaciones entre dos hombres no son válidas. Como si no estuviéramos hartos de las bribonadas del Vaticano. El entusiasmo, una vez más, contagió el vacío gay necesitado de aprobación católica para sentirse justificado ante Dios como decía Lutero. Después de todo, es la fe y no las obras humanas la que racionaliza nuestro diálogo que acabará con el pecado original, según el mismo teólogo alemán. Ese vacío gay de espiritualidad gay es el que nos orilla a situarnos en una estereotipada melancolía que fue la misma que convenció al filósofo danés Søren Kierkegaar de nunca contraer matrimonio: “melancolía… la más fiel amante que he conocido”, dice en su Diario íntimo. Si no fuéramos melancólicos las baladas de Mónica Naranjo o Billie Ellish no serían himnos de los desamores gays. “Hace falta valor para casarse… el matrimonio es una escuela del carácter... Hace madurar al alma”, decía Kierkegaard haciendo referencia a que el matrimonio era imponente por su objetivo de perpetuar la especie humana. El filósofo danés tenía la sensantez que a veces nos hace falta a los homosexuales para no dispararnos en el pie. Cuántas veces no hemos escuchado la frase de que los homosexuales se casan para sentar cabeza. Y madurar. Como si la inmadurez fuera necesariamente mala. Kierkegaard permaneció soltero toda su vida.

Hace mucho que debimos entender que con la Iglesia católica los jotos tenemos la batalla perdida. Romper de una vez por todas con ese bucle de limosnas y malentendidos progresistas que siempre le terminan dando la razón a la homofobia. Que nos odia por toda la eternidad. Deberíamos hacer de esa derrota nuestra amante. Y de la perdición, orgullo. Lo de los párrocos dispuestos a desobedecer a sus jefes dispuestos a bendecir a las parejas del mismo sexo no es la revolución religiosa que estábamos esperando. Tan solo es una pericia de la Iglesia para que no siga experimentando la desbandada de fieles, mientras ésta se hunde en su concepción de una sexualidad reproductiva y sin notas de placer.

Los homosexuales no tenemos que ser los salvavidas de nada ni de nadie. Así como los fanáticos de New Order no tenemos que aplaudir todos sus trabajos por ser la octava maravilla del mundo.

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Wenceslao Bruciaga
  • Wenceslao Bruciaga
  • Periodista. Autor de los libros 'Funerales de hombres raros', 'Un amigo para la orgía del fin del mundo' y recientemente 'Pornografía para piromaníacos'. Desde 2006 publica la columna 'El Nuevo Orden' en Milenio.
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