El video. Viral en cuestión de segundos: un hombre apela discriminación en la cresta de un rascacielos ubicado en la curva del Paseo de la Reforma. Justo donde se encuentra un restaurante cuyo nombre me recuerda a Robert Laing, el personaje principal de “Rascacielos”, la agitada novela de J. G. Ballard sobre una revolución de clases que estalla al interior de un moderno rascacielos de 40 pisos y mil apartamentos. 16 pisos más abajo que el dichoso restaurante de “inspiración asiática”.
Toda la barbarie, sangre y canibalismo que se propaga en “Rascacielos” como pólvora de resentimiento estalla con una pequeña mecha de discriminación de los burgueses que habitan los últimos pisos sobre la clase trabajadora en un hábitat controlado por la tecnología hogareña programada para facilitar la experiencia de confort. Fue escrita en 1975, pero ya anticipaba (como toda premonición de Ballard, el verdadero Nostradamus) el sistema del internet de las cosas. Al pasar de las páginas, la comodidad es delegada por un estado de primitivismo sin electricidad. Aquella sofisticación y buenos modales que alardeaban los habitantes del edificio terminan reducidos a un estado o instinto mejor dicho de violencia tribal.
La fábula ultraviolenta de Ballard es una declaración contra la desigualdad que provoca el descaro de aquellos que vomitan sus lujosas ventajas sobre los que menos tienen. Existe una afortunada versión cinematográfica dirigida en 2015 por Ben Wheatley con Tom Hiddlenston en el papel del doctor Laing y es una gozada visual. Sobre todo en la concepción del rascacielos.
No quería abonar a la cascada de opiniones que detonó lo sucedido el 6 de mayo del 2023 en el rascacielos del Paseo de la Reforma que bien pudo ser una escena borrada de la película de Wheatley o del borrador de Ballard. Pero no dejó de pensar que la disrupción que supone que un hombre homosexual use una falda en el lobby de un lujoso restaurante con vista al imponente smog de la Ciudad de México se esconde la urgente necesidad de verse como consorte en uno de los ecosistemas más convencionales que existen. Por lo mismo conservadores.
El restaurante de inspiración asiática se parece mucho a la atmósfera de amable pedantería de las fiestas temáticas que describe Ballard en su pesadilla de rascacielos. Organizadas por los millonarios que habitan los penthouses y donde el derroche de obscena extravagancia es parte de la validación social. Con la peculiar diferencia que en el incidente del restaurante no se denunciaba el elitismo como un obstáculo que denigraba los servicios más básicos de los de abajo, literalmente. Porque lo del hombre con barba y falda atentando los códigos de vestimenta es lo de menos. Resultaba difícil encontrar la línea entre la homofobia que denunciaba al empleado del restaurante frente a la lente de y la frustración por no acceder a una costosa trampa turística cuyo atractivo es precisamente su altura discriminadora. Verse negado del derecho a gastar miles de pesos en platillos que puede retratar y subir una foto a Instagram. Del derecho a ser una celebridad instantánea por pagar un consumo inalcanzable para muchos de sus seguidores.
Que cada quien pueda gastar su dinero donde se le pegue la gana sin que una falda sea un obstáculo para el impulso consumista ni duda cabe. Pero denunciar homofobia en un contexto de lujo me parece una contradictoria banalización de la palabra. Cuando hay una homofobia más dañina. Como la que impide que las vacunas contra el Mpox lleguen a México. De los pocos países que aún registran aumento de casos. Y que se contrae en situaciones de homosexualidad primitiva sin faldas, rascacielos o inspiraciones culinarias.