Sociedad

Días de pandemia: dos años después del fin del mundo

Dos sábados antes del confinamiento pasé a El Péndulo. Compré una edición barata de “La Peste” de Camus. Me había propuesto leerla en el tiempo que el nuevo coronavirus se dispusiera a hospedarse entre nosotros. Decían que sería cosa de unas cuantas semanas. Recordé la paralización de la influenza AH1N1 casi diez años y en efecto no había sido tan apocalíptico como habían anunciado. Así que todo bien. Luego pasé por Miguel Ángel, mi hermano con síndrome de Down. Como todos los sábados que me tocaba recogerlo de su trabajo en una repostería. Sería su último día laboral. Desde entonces el distanciamiento social y el aburrimiento está acabando con sus herramientas de socialización. La falta de interacción social en el mundo real y no YouTube está afectándole el lenguaje. Tantos años de escuela parecen estar yéndose al caño en un año. Fuimos a comer raspados de piña colada y pizzas.

Fue el Vive Latino. Gracias al buen Marco Barrera tenía una acreditación esperándome. Estuve a punto de jugármela con tal de ver a Los Cardigans. Me fascina su pinche pop vintage y sociópata pulido bajo los arreglos de un lustroso positivismo sueco. Pero me rajé. En parte por el mentado coronavirus. Pero creo la verdadera razón fue que las canciones de los Cardigans y en especial “Little Black Clouds” me recordaban las sonrisas de un ex. La idea de verlos sin él me agüitaba las erecciones, así que me quedé leyendo las primeras páginas de “La Peste”. Fui un pendejo. Ahora me doy golpes en la pared para mitigar el arrepentimiento. Sin proponérmelo mi último concierto fue un festival Nrmal y Wilco en el Teatro Metropólitan. En la madrugada me hablaron para ir a una orgía y me lancé con la nebulosa sensación de que sería la última. Poco a poco las cosas se iban difuminando, pero no lo tenía claro.

El domingo antes de la Jornadas de Sana Distancia le hablé a uno de mis grandes cómplices para preguntarle si nos dábamos el último encerrón antes del apocalipsis. Recuerdo que platicamos sobre cómo sería el confinamiento que se nos venía: “Mañana será el primer lunes del resto de nuestras vidas y sin tráfico, no distinguiremos los domingos de los miércoles”, decíamos. Estuvo intensamente caliente. Pero los poppers tuvieron un sabor mohíno.

El encierro tuvo sus partes interesantes. Morbosas. Pero el fin del mundo básicamente fue una sucesión de paranoias, cervezas, alcohol y tedio más que otra cosa. Por fortuna nunca pesqué el coronavirus. Pero aumenté diez kilos. Desde entonces subo y bajo de peso según me aplico con mis propias rutinas de trotar en la ciclopista del Ajusco y fortalecimiento muscular con garrafones de agua. Pero hubo días en los que abría la primera cerveza a las 11 de la mañana. Trabajaba hasta las 2 de la tarde y para las 6 ya estaba bien pedo y así hasta el día siguiente. Según recuerdo, abril y mayo me la pasé ebrio más que otra cosa.

Tuve que disminuir la velocidad de “La Peste”. Es un libro corto y la pandemia no tenía fin a la vista. Rompí las reglas antes de alguna fase culera del semáforo epidemiológico de México para a una orgía en las que todos éramos sospechosos de irresponsabilidad y deseo.

Dos grandes amigos se divorciaron de sus esposos. Uno de ellos estuvo en mi casa después de que su wey lo echara de su departamento. El otro libró un ataque cuando su wey se le fue encima con un cuchillo. Para estos dos amigos la separación fue un proceso violento. Yo pensaría que ante un confinamiento inesperado los matrimonios homosexuales sobrevivirían a base de temporadas de RuPaul y sexo, pero por lo visto estaba equivocado. Algunos matrimonios igualitarios enseñan los colmillos después de 24 horas de convivencia. Ni con la pandemia en nuestras narices dejamos de ser unos monstruos.

Perdí familiares y amigos. Muchos de ellos quedaron huérfanos de padre, madres o los dos tras contraer la enfermedad. Otros perdieron sus trabajos. La idea de poderlos abrazar en persona me partía el alma y prefería alejarme de las redes sociales para no sentirme un inútil.

Creo que el mejor disco del año pasado fue el “Blue Hearts” de Bob Mould. Lo escuché con la insistencia de un hábito presidiario para no perder la cordura.

No todo ha sido tan asfixiante. Empecé un podcast con Alejandra Maldonado. Se llama Abrazar la Incertidumbre y le está yendo bien.

Dos años después pude escaparme un poco y ahora estoy en San Francisco por unos días. El mundo transcurre detrás de los cubrebocas. Alguien estornuda y la gente se aleja como si hubiera explotado una bomba nuclear. Acá los bares han empezado a abrir. Sirven cervezas sobre las calles, pero el viento sigue gélido y solo te dan chance de pistear una hora. Los gays hacen cualquier cosa con tal de que la vida como la conocían se reestablezca. Pero casi todo se siente como si se tratara de echar a andar una podadora que llevó décadas oxidada. El 2020 se siente como si hubiera pasado hace una década.

Mi lectura de “La Peste” va en la cuarta o quinta ronda. Es un novela corta. Mi separador está en la parte que dice: “¿Qué hacer para perder el tiempo? Sentirlo en toda su lentitud”.

Wenceslao Bruciaga
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Wenceslao Bruciaga
  • Wenceslao Bruciaga
  • Periodista. Autor de los libros 'Funerales de hombres raros', 'Un amigo para la orgía del fin del mundo' y recientemente 'Pornografía para piromaníacos'. Desde 2006 publica la columna 'El Nuevo Orden' en Milenio.
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