La cuarentena ha comenzado, por nuestro bien. Y con ella, el alargamiento de los días, con sus inevitables horas en las que los recuerdos llenan los huecos de las jornadas laborales. A los solitarios, el confinamiento por el nuevo coronavirus nos coloca casi al final de la línea, como esa canción de Roxy Music, “End of the line”, cuando Bryan Ferry canta en un tono de desahucio gratificante: “Pues sí, la vida nos puso en un punto de no retorno, ¿alguna vez estuviste solo, desconcertado y azul?... Ahora es mi tiempo de perder, después de un comienzo justo”.
Por ejemplo, he estado recapacitando en la última vez que terminé con un bato con quien me había inventado fantasías de pornográfica persistencia, cuando volví al encierro, irreflexivo para la sobrevivencia de un adulto, pero voluntario para mi salud mental. Como siempre me pasa de hecho. Días donde los brazos y las piernas se mueven automáticos: unos cuantos bocados de pan dulce en la mañana. Café para sacar la chamba. Comidas insípidas que siempre dejo a la mitad. Sin ganas de ver a nadie mientras la cama se convierte en un tentador ataúd, dispuesto a recibirte con los resortes abiertos y acolchados, sin juzgarme por las pésimas decisiones, los arranques incontrolables de la fogosidad homosexual pocas veces sensata.
He tenido encierros en los que he sobrevivido a base de sopas instantáneas, six de cerveza clara y la discografía de Roxy Music, Chris Isaak, Juan Gabriel y Fleetwood Mac, aunque solo pongo las canciones acaparadas por la voz de Stevie Nicks y nada más. Pero soy puto. Hubo encerronas que se volvieron una prisión de clichés cursis atascados de carbohidratos y azúcares. Litros de helados mientras desperdiciaba el tiempo viendo capítulos repetidos de Los años maravillosos, Historia del crimen (la serie de 1986 cuyo tema de entrada, “Runaway”, siempre me ha entrado como clonazepam, sabrá Dios por qué) o de plano pendejadas como Cándido Pérez para reír sin forzar el cerebro. No fueron encierros cómodos. Tuve serios problemas laborales y económicos por deslizarme en esos batidillos de melodrama desatinado y depresión homosexual. Irresponsables. Uno de mis trabajos de mesero, con el que hacía buen billete, se vio afectado. De pronto perder al bato era lo de menos. El desempleo se convierte como un monstruo que aparentemente de la nada sale a pisotearte la garganta. Y la cartera.
Los encierros, la incertidumbre económica, no son buenos tutores en una cotidianeidad que nunca fue planeada por nosotros, los mortales de salarios mínimos. Recuerdo esos días de recuperación, después del confinamiento sentimental, en los que tenía que decidir entre un frasco de mayonesa o un frasco de poppers. Prioridades estúpidas, lo sé. Sin responsabilidades familiares resulta comodino escoger la autodestrucción como latas del supermercado. Será por eso que los días de cuarentena por el coronavirus me saben a crudas pasadas. De algún modo ya he estado aquí, confinado a las paredes de un cuarto, sin sexo, pues los chingadazos me han enseñado que no hay nada más suicida que coger en plena digestión del abandono amoroso. Sin distinguir cruciales diferencias entre las tardes de los domingos y las mañanas de los lunes seguidos de un tedioso temor al día siguiente. Temor al aburrimiento. Un poco como lo que está sucediendo en el mundo, en el que los días han perdido su sentido gregoriano. Hoy, el ritmo se mide por el número de veces que nos lavamos las manos. Por las puntuales conferencias de prensa, con su número de contagiados, decesos y recuperados. El número de crisis de ansiedad que va encontrando su reloj biológico en cada uno de nosotros mientras los poderosos toman decisiones según esto para mantenernos a salvo. Aunado a un pavor externo, fuera de nuestro control, que puede arrastrarnos tos seca y muerte, la situación puede llevarnos a la formulación de pensamientos límite.
Incluso en mis días de acuartelamiento, haciendo malabares con la culpa, sabía que la sinfonía de rutinas seguía intacta afuera de la ventana, el de los tamales a las 8:30, la basura los martes, el tianguis de los jueves con sus puestos de queso fresco, los cuates que nos juntamos los sábados por la mañana para partirnos la madre en sesiones de sparring, a los que dejé colgados por andar de azotado, bebiendo. Cómo sobrevivirá el de los tamales, la familia del queso fresco en los tianguis del jueves, los ex batos a los que extraño, en especial al último. La normalidad después de este desmadre virológico será inexplorada. Luego pienso que aquellos que tienen una familia la tienen lo que dure el aislamiento. En la demencia de convivir 24 horas con los hijos puede brotar una suerte de cordura ligada al optimismo y afecto salvaje, como lobos defendiendo a los suyos, pero a favor del movimiento humano.
Podría decir que algo me enseñaron esos encierros de jotería depresiva. Sin embargo, el pedo ahora es que no sabemos cómo será la inercia del mundo exterior cuando la cuarentena termine. Pero, como en aquellos encierros, la sensación parece tan inevitable, como conocida. Ese punto de no retorno que cantaba Ferry: “El juego ha terminado. Solo espero estar bien, al final de la línea”. No suena mal, al final de cada día. Lo que dure la pandemia.
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