Sociedad

Dennis Rodman: el negado héroe drag

Siempre me he preguntado, ¿cómo es que los productores no han contactado a Dennis Rodman para colocarlo en el panel de los jueces invitados de alguna temporada de RuPaul’s Drag Race?

Si alguien sabe de hacer drag en situaciones límite, es Rodman, aunque por razones más patriarcales: jugar como defensa, en el momento justo en que los Toros de Chicago se convertían en la leyenda de la que el basquetbol, a nivel mundial, nunca volvió a recuperarse. El bestial inadaptado al final de la Santísima Trinidad conformada por Scottie Pippen y Michael Jordan como el padre que caminaba por los aires antes de encestar como los dioses. The last dance, el mastodonte documental de ESPN relativamente nuevo en Netflix, dividido en 10 capítulos, se concentra en el mito de Jordan como sobrehumano sucesor de Muhamad Alí. Pero no se anda con rodeos al dejar claro que el auténtico rockstar fue Dennis Rodman, con sus cicatrices sobrevivientes de barrios bajos, su etapa indigente, los violentos codazos que soltó por su paso con los Pistones (algo debe tener la ciudad de Detroit que conjura al demonio punk, como los MC5, Iggy Pop, Juan Atkins o el propio Dennis) y su fugaz aventura con Madonna.

Rodman empezó a seducir a las lentes de la cámara por su furia de tremendo reboteador sobre la duela. Pero también por el hambre de ser diferente que tanto lo alucinaba, como él lo confiesa en el documental. Un recurso para construir su propia parábola sin que las sombras de Pippen y mucho menos de Jordan le pisaran los talones. Salía disparado a la cancha con su cabello pintado de rubio. Con el tiempo, ese tono evolucionaría a tendencia de la moda. Cuando todo mundo traía el cabello decolorado, Rodman se burlaba de los cazatendencias tiñéndose los rizos de rojo punk o rosa escandaloso. Se tatuaba sin ruta estética y hablaba de bandas grunge en las entrevistas para canales deportivos. Firmaba autógrafos a niños de entre 8 y 12 años usando excéntricas ombligueras de encaje negro, como sacadas de los remates de la boutique de Patricia Field, que por muchos años vistió de glamour y plumas a la comunidad trans de Nueva York por menos de cinco dólares a principios de los noventa. Aquellos chamacos veían a su héroe en descarado outfit drag: las uñas pintadas de morado, pantalones embarrados y brillosos e inflados tenis Nike, pero no tenían pedos, con todo y que sus padres no podían contener las risitas nerviosas que les provocaba ver a un famoso deportista caminar por los vestidores con prendas femeninas a punto de reventar. Las pestañas postizas de Rodman aportaban más lecciones sobre el deporte y confrontativa tolerancia que cualquier condescendiente capítulo de Plaza Sésamo. Y lo mejor, sin ser un defensor exhibicionista de las poblaciones vulnerables de la diversidad sexual.

La apoteosis de su estridencia fue el día que llegó a la presentación de su libro Bad as i wanna be, descendiendo de una carroza victoriana envuelto en un ceñido vestido de novia, peinado rubio, velo y tacones, declarando que contraería matrimonio consigo mismo.

Sería frívolo e irrespetuoso reducir a Rodman a un gigante maniquí de pelucas y boas de plumas púrpura derrochando dinero en los clubes de moda. Llegaba crudo a entrenar, sí. Pero también fue un astuto defensa de los Toros. El documental se encarga de ventilar su naturaleza autodidacta y solitaria, tomando notas de juegos pasados grabados en video para estudiar los movimientos tanto de sus compañeros como el de los equipos rivales. Como si explorara la pista antes del moshpit. Porque ese era el estilo de Rodman, abrirse entre el equipo contrario como si estuviera en un baile de slam con reglas garbosas.

Quizás nunca conectó del todo con el público gay, pues al final era incondicional a su heterosexualidad. Aunque para mí eso era lo brillante de su personalidad: que a pesar de la insólita androginia desplegada al paroxismo drag, hablaba sobre la importancia de ser uno mismo, del valor de la libertad de la diferencia y esas cosas que les encanta repetir a los activistas del arcoíris. Rodman descuartizó los paradigmas más arraigados de machismo, desde las entrañas de algo considerado la catedral de la masculinidad tóxica como el deporte gringo. Cuando hace mucho que los homosexuales no rompemos ni un condón. Los modelos de conducta que tanto exigen organizaciones como la Alianza de Gays y Lesbianas contra la Difamación (Glaad, por sus siglas en ingles), en televisión, cine o los deportes, tienen que ver más con la desinfectada y anodina cuota de asimilación buga y su militar de la doble moral, que con la defensa de, este caso, la homosexualidad, no exenta de complejos defectos. Mostrar a gays cogiendo a pelo o alcoholizados con los mismos excesos que Rodman en sus días libres podría ser considerado un ejercicio de difamación, aunque hipócritamente sea lo común en una noche de orgullo gay, con o sin cuarentena.

Rodman ha hecho más por el drag, en su espíritu más radical, que cualquier postadolescente educado bajo la ofensiva millennial de que la conciencia progresista sobre las poblaciones vulnerables de la diversidad sexual es indisoluble de la fama, el reconocimiento simplón e inmediato o el aplauso desconocido y hueco. 


Twitter: @distorsiongay

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Wenceslao Bruciaga
  • Wenceslao Bruciaga
  • Periodista. Autor de los libros 'Funerales de hombres raros', 'Un amigo para la orgía del fin del mundo' y recientemente 'Pornografía para piromaníacos'. Desde 2006 publica la columna 'El Nuevo Orden' en Milenio.
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