Sociedad

A Roberto Diego, gracias por la paciencia

Justo había platicado con Roberto Diego Ortega sobre la posibilidad de escribir un texto recordando el 9/11 y sus incómodas consecuencias a la distancia. Por ejemplo: que desde entonces comprar un miserable asiento de avión implica hacerse de un perfil sospechoso de fanatismo ilegal y ser tratado como tal. En uno de mis últimos cruces por el detector de metales que parecen baños públicos japoneses, de esos que te obligan a formar una X con los brazos extendidos como si estuvieras a punto de recibir latigazos en un sótano sadomasoquista, el dispositivo insistía en soltar su chiflido mecánico cada que el maldito escáner terminaba su inspección. Pensaba que llevaba un AK-47 escondido en los huevos. Me desabroché la bragueta hasta que se viera la marca de mis calzones. Probando mi inocencia. Pero también para zorrearle al oficial en turno. Un bato barbón con canas en el mentón y mirada caída. Tenía las caderas cuadradas y anchas y se le veía buen paquete. “No es necesario”, me contestó en un inglés burlón. Le cerré el ojo, se puso nervioso y por fin me dejó pasar sin tanto lío. Cargar una simple pasta de dientes es un delito menor. Se puede comprar cualquier clase de líquido para aseo personal después de cruzar los filtros de agua. Champú y medio litro de agua al triple del precio que te costaría afuera de las salas de espera.

Se supone que así empezaría la crónica. Narrando desde la impotencia de la clase económica la paranoia que nos dejó el atentado contra las Torres Gemelas: la necesidad de ver tragedias humanas a gran escala transmitidas en vivo para sentirnos a salvo de la muerte y una Nueva York que nunca volvió a ser la misma. Después del boquete de las Torres Gemelas, La Gran Manzana vendió su alma al demonio de la seguridad gentrificada y el aburrimiento se apoderó hasta de los hoyos gays que solían ser una extensión de “Crusing”, la película de William Friedkin. Sin el peligro gore. La última vez que estuve en el mítico bar Eagle de Nueva York, fui testigo de cómo dos gorilas con hoodies de los Giants de la NFL sacaban a un tipo a la calle cargándolo de los hombros y las presillas del pantalón. Pensé que le habían caído traficando heroína. Luego supe que su infracción fue jalar popper mientras se la mamaba a un tipo cerca de la mesa de billar.

La música hecha en Nueva York también sucumbió a una especie de duelo por un tiempo que no volvería jamás mezclado con cierto orgullo minado. El “Murray Street” de Sonic Youth o el “Turn on the Bright Lights” de Interpol capturan esa melancolía de acero y alienación a la seguridad a costa de la libertad individual post 9/11.

Pensaba tantear esos detalles con Roberto. Tenía buena pupila para balancear las experiencias personales sin caer en el abuso del narcisismo. Tentación que parece contaminar cualquier creación de hoy, perseguida por las redes sociales.

Si algo hacía Roberto Diego con noble pasión era sentarse frente a la paciencia de la edición y yo disfrutaba de concentrarme en sus observaciones. La edición es un oficio en peligro de extinción ante el vértigo de perseguir la interacción y la popularidad de los likes que sirven la falsa seguridad de pensar que estamos ante un texto de buena calidad solo por las interacciones que ofrece a primera vista. La ausencia de Roberto Diego deja aún más desamparada la observación de los textos que se mandan a los correos de redacción.

Fue Carlos Velázquez quién me puso en contacto por primera vez con Bob y tuve la fortuna de conocerlo y entablar una buena amistad. Brillante y generoso, nunca me regateó algún párrafo que pudiera ser problemático para las sensibilidades políticamente correctas que hoy pretenden implementar la justicia social mediante la intimidación digital y el chantaje.

Siempre mostrando un auténtico interés por las dinámicas homosexuales. Trabajamos a fondo una crónica sobre una noche gay en la Ciudad de México, desde un club de Polanco hasta las orgías en un departamento de alfombra con manchas de fluidos en la colonia Álamos. También trabajamos exhaustivamente en la crisis de desabasto de antirretrovirales en los primeros meses de la administración de la 4T. Tuve la oportunidad de conocer su casa y después de eso largas conversaciones sobre ideas de ensayos.

Recuerdo en especial su honesta solidaridad cuando me recriminaron por un texto y aun así insistió en publicarme.

Me felicitó ampliamente por la publicación del “Pornografía para Piromaniacos” en Sexto Piso, publicó un atrevido adelanto. Fue a Roberto Diego Ortega quien se le ocurrió la idea de escribir una crónica cuando descubrió que andaba en Detroit. Un repaso a su historia de postrimería que no termina de rematar o de renacer y su importantísimo germen musical: la Motown, Aretha Franklin, MC5, los Stooges e Iggy Pop, el emporio de Jack White y sus White Stripes y Third Man Records con su enorme tienda en la calle West Canfield, con sus colores de abejorro amarillo y negro. Pero sobre todo hundirme en el género que terminó de sellar la dignidad de la música electrónica.

Cuando Carlos Velázquez me comunicó la muerte de Roberto Diego sentí que en mi ombligo se abría un agujero aún más grande que el que dejaron las Torres Gemelas. Hoy es 9 de septiembre y solo las ideas de una crónica sin teclear ruedan en mi mente con la misma nostalgia con la que cantaba Sasha Sokol.

No hace mucho Carlos Rentería también emprendió el viaje. La partida de los amigos que uno quiere, admira y respeta es una piedra en el bolsillo del pantalón que está ahí para siempre y que aparece de vez en cuando, buscando las llaves o la morralla para el cigarro suelto. Mientras envejecemos frente a la pantalla de nuestros dispositivos creyendo que la fuente de la juventud está detrás de cualquier hashtag.

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Wenceslao Bruciaga
  • Wenceslao Bruciaga
  • Periodista. Autor de los libros 'Funerales de hombres raros', 'Un amigo para la orgía del fin del mundo' y recientemente 'Pornografía para piromaníacos'. Desde 2006 publica la columna 'El Nuevo Orden' en Milenio.
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