Fue una precaria casualidad: conseguí mi primer libro de Bukowski con el dinero que ganaba lavando vasos en el Ciriaco Club, sobre la avenida Hidalgo y Octava, en el centro-oriente de Torreón.
Una edición de
***Erecciones, Eyaculaciones, Exhibiciones***que había en un local de libros usados del Mercado Francisco Villa, hoy derrumbado, frente al palacio municipal, también extinto. Sobre las ruinas de ambos edificios construyeron una distópica explanada con un edificio gubernamental de arquitectura soviética atrapada en un burocrático sentido del futuro color arena nuclear que funge como corona laica. Un edificio tan antipático y anacrónico, que es capaz de borrarte cualquier recuerdo de los sencillos y frescos locales del Mercado Villa, donde me hice de mis primeros libros de Bukowski y la generación Beat.
Quizás el hecho de que además de los vasos, había que triturar bloques de hielos del tamaño de un ataúd y servir platos de botanas y paella con mole dulce a borrachos sumidos en su monótona soledad de camisa a cuadros, botas vaqueras y cinturón piteado, propiciaron la ilusión óptica de sentirme más cercano a los sobacos de Bukowski que a la bisexualidad beatnik. Por supuesto que el galán macizo de Kerouac, Burroughs y Gingsberg se leen como si fueran sentencias perpetuas, sobre todo cuando poco a poco vas descubriendo que te excitan más los olores agrios de la cantina que el salón familiar. Eran los primeros años de los noventa, pero en ese entonces, las mujeres aún tenían prohibida la entrada a la cantina. Siempre he sentido en la sordidez de los beats un filtro de burguesía renegada. Aunque más consecuente y autodestructiva que las presuntuosas andanzas de Salvador Novo, sin duda.
Sobre Bukowski, dice el escritor argentino Rodrigo Fresán: “Su obra vale en sí misma como la de Carver, pero es una lectura algo adolescente. Si sigues leyéndolo a los 50 es un poco triste”. Quizás tenga razón. Pasa que los gays somos eternos adolescentes. Basta ver el drama que le imprimimos a una ruptura amorosa sin importar que tengamos 20 o 50 años. Cargamos con un dejo de tristeza. De ahí nuestra mala fama de azotados. Eso que llaman abolicionismo machista al abrazar emociones y sensibilidades consideradas femeninas, también es inmadurez por el simple hecho de que la madurez es un invento del orden hetero. Las veces que he escuchado consejos que nunca pido: “Wences, no puedes ir de orgías toda la vida…”. Si el poeta que describió con violenta humildad el lado menos próspero de Los Ángeles nunca renunció a la botella, me siento alentado a nunca renunciar a la promiscuidad. La peor de nuestras coherencias es lo que mejor nos recordará después de muertos. Para mí, ahí radica su vigencia.
Exceptuando su heterosexual y misógina fijación con las mujeres, en los libros de Bukowski abunda la testosterona. Sus metas hedonistas no son muy distintas de los impulsos homosexuales de las que nos enorgullecíamos hasta antes de meternos el matrimonio igualitario como el último fin de nuestra existencia: beber, coger y despertar en un mundo heterosexual y sobre el que no tenemos ningún control. Hay mucho más sinceridad y valentía gay en los libros de Bukowski que en cualquier mamotreto de superación personal con un arcoíris en la portada.
Muchos gays salvaguardan un rechazo a Bukowski porque no les ofrece la gratificación de las apariencias de la cultura del éxito. Todos los ídolos gays suelen estar rodeados de una opulencia millonaria e inalcanzable. Sus relatos no caen en la falsa seguridad del amor. De hecho, su descripción del amor es de las que encuentro más precisas cuando trato de concebir la intensidad homoerótica: “El amor es una niebla que se quema con el primer rayo de luz de la realidad”. Cuando le preguntaron su opinión sobre el retiro de uno de sus títulos de una biblioteca de los Países Bajos por considerarlo homofóbico, respondió: “Si mi escritura es incorrecta con los negros, los homosexuales y las mujeres es porque los que conocí eran así… Su miedo es solo su incapacidad para hacer frente a lo que es real, y no puedo expresar ninguna rabia contra ellos. Solo siento una tristeza espantosa”. Por supuesto que hay gays hijos de puta. No somos santos. A Dios gracias. Bukowski es demasiado real para nuestras fantasías. El entorno que describía Hank Chinaski, el habitual e indecente alter ego de ficción de Bukowski, representaba la franqueza de los jodidos, los que nunca tuvieron otra opción, arrojados por la vida y su cruda realidad. Historias que derrumban el sueño homosexual, renuente a la posibilidad del fracaso. Áspero. Como un trago de bourbon sin hielos o puños sin vendar ni guantes antes de una pelea de borrachos tan miserables y aburridos, que solo les queda complacerse en su vómito de masculinidad y, de vez en cuando, llevarse una que otra tóxica victoria. Me siento identificado con esa marginalidad.
Resulta casi imposible embutir hojas en blanco de letras y palabras como semen, sin arrastrar crudas de influencia del gran Charles Bukowski. Todos quienes nos acercamos a su obra a la edad más peligrosa, es decir, la post-adolescencia, intentamos fusilar de algún modo su rutina de oficios marginales, alcohol, sexo y crudas. Como buenos mozalbetes, afanosos e insoportablemente malcriados, nos concentrábamos en las fanfarronerías de los relatos, tensos entre la autoficción y el hiperrealismo desesperanzado, y no en su militar hábito de la escritura. Automatismo literario que entrenó a sus neuronas para escribir divinas genialidades aún con la mirada trémula y la lengua sin fuerza de pesantez de tanto alcohol. Mi único estimulante cuando escribo es la cafeína. No todos tenemos los huevos.