La Aída de Verdi tlaxcalteca montada en noviembre de 2013 por el Instituto Politécnico Nacional inauguró algo que ya parece una costumbre neonacionalista: utilizar aspectos escenográficos de las culturas nativas de México para la representación operística. Ahora, Bellas Artes pone una Flauta mágica con trajes típicos de diversas culturas oaxaqueñas y elementos de la arquitectura y el paisaje mexicanos como la pirámide, la estela, el nopal. Algo huele a discurso del poder en esta utilización indiscriminada del pasado y el presente indígena en la ópera. En La flauta mágica, por ejemplo, la escenografía y el vestuario indígenas parecen incompatibles con los ritos masónicos de iniciación, que la ópera mozartiana describe en su costado serio. No parece bien pensado vestir de mexicana a la escena para apropiarse de la ópera. Mejor hubiera sido pensar a fondo para inventar una escena adecuada a la historia fantástica que los creadores de esta maravillosa ópera nos legaron, el libretista Emanuel Schikaneder y el compositor Wolfgang Amadeus Mozart, ambos masones.
Pero al margen de este aspecto, bastante discutible, hay una dirección escénica de José Antonio Morales y su equipo llena de referencias astrológicas y planetarias, de movimientos escénicos adecuados al rito y música masónicos, con diálogos en español y no en alemán, de donde resulta también un mestizaje extraño.
Musicalmente, esta representación tiene aciertos y caídas estrepitosas. La de Mozart es la música más difícil de interpretar, porque no acepta medias tintas ni aproximaciones: o está o no está. Entre los aciertos está la elección del príncipe Tamino y su amada, la princesa Pamina. El joven Ernesto Ramírez, en el límite entre tenor ligero y tenor lírico, frasea y modula muy bien, aunque su voz no acaba todavía de adquirir uniformidad: en un par de momentos se escuchó más grito que canto, pero, en términos generales, Pamino le queda bien. La veterana y siempre joven soprano Lourdes Ambriz hizo una Pamina sensible, con bello timbre todavía y muchas tablas en el arte del canto: su aria “Ach, ich fühls” fue uno de los momentos cumbres de la ópera. Es la gran aria de la ópera y una de las cosas más bellas que escribió Mozart, y la soprano le dio toda su tristeza, profundidad y musicalidad. Qué más podemos pedir. El otro gran momento de esta representación fue la escena entre Tamino y el orador (bien, Charles Oppenheim) frente al tiempo de la sabiduría. Qué misteriosa escena es ésta, con la música más bella y profunda que podemos imaginar. Hasta la orquesta estuvo a la altura. El barítono José Adán Pérez, correcto de voz y canto, hizo un Papageno demasiado bufón, muy de carpa mexicana. La gran decepción fue la Reina de la Noche de la soprano costarricense Íride Martínez. La orquesta anuncia majestuosamente su llegada y en vez de la poderosa y siniestra reina, con su canto imperativo y amplia melodía, nos llega una voz minúscula, de frases cortas y apocadas, de timbre poco grato, sobre todo en la zona media. No hizo mal sus coloraturas, pero eso es secundario: solo son adornos. Mala contratación.
El bajo alemán Carsten Wittmoser, ya conocido entre nosotros, hizo un Sarastro (el rey virtuoso y cabeza de la logia masónica) inaudible en los diálogos y no siempre afinado en el canto. Las voces pesadas como la suya son muy difíciles de controlar y a veces perdió el control de la afinación. Bien las tres damas de la Reina de la Noche: Zaira Soria, Carla Madrid y María Ávalos y los tres niños que guían a Tamino. El tenor José Guadalupe Reyes, como el moro Monóstatos, está adecuado para el papel. El coro de Bellas Artes, magníficamente dirigido por John Daly Goodwin, sin estruendo y con matices. La Orquesta de la Ópera, bajo la batuta del joven Iván López Reynoso, ofreció un sonido gris, disparejo y con una escandalosa desafinación de las cuerdas en la escena de la primera prueba a Tamino y Papageno. ¿Dónde se esconde el director concertador que por fin haga cantar a esta orquesta?