
El 4 de junio hay elecciones en los dos últimos bastiones del PRI: el Estado de México y Coahuila. Aunque la suerte de Coahuila está en el aire, la del Estado de México está cantada: es seguro que una mujer gobernará a sus más de 17 millones de habitantes (una población semejante a la de un país como Ecuador), y lo más probable es que esa mujer sea Delfina Gómez Álvarez. Hasta hace unos días, el promedio de las encuestas le daba a Gómez una intención de voto de 57.8 por ciento contra 41.8 por ciento de preferencia para Alejandra del Moral.
Hay muchas razones por las que la preferencia por Delfina Gómez es tan marcada respecto a Alejandra del Moral: es más conocida (fue presidenta municipal de Texcoco, secretaria de Educación Pública y ya recorrió en campaña en 2017 todo el Estado de México). Además, es la abanderada del partido del Presidente en un momento en el que éste cuenta con una aprobación de entre 65 por ciento (Buendía y Márquez) y 80 por ciento (De las Heras). Estos son algunos de los factores que juegan a favor de Gómez Álvarez, pero hay uno más que vale la pena analizar, y es el atractivo que la propia candidata ejerce en sus posibles votantes.
Comencemos por aceptar que Alejandra del Moral no es una mala candidata. Fue alcaldesa de Cuautitlán Izcalli y secretaria de Desarrollo Social en el gobierno saliente. Aprovecha como distintivo de su imagen pública todo aquello que no es Delfina: su edad (con 39 años, se describe a sí misma orgullosamente como millennial), su condición de madre y una cualidad autoadscrita a la que se refiere repetidamente como “capacidad”, y que parece denotar, no su experiencia en gobierno, sino esas credenciales que en este país se le conceden ciegamente a la gente de cierto nivel socioeconómico, cierto color de piel y ciertos grados académicos. Del Moral se desenvuelve bien en los debates, tiene una campaña desmarcada de identidades partidistas y un lema (“valiente”) cuidadosamente diseñados en algún despacho de comunicación política —como le dicen eufemísticamente a la mercadotecnia electoral— y sabe jugar bien su papel. Su campaña navega por encima de aquello que llaman “polarización”: ni denuesta al Presidente ni promete continuidad con el gobierno de Del Mazo. Sabe que cualquiera de las dos cosas, en lugar de sumarle votos, se los restarán.
Delfina Gómez es una mujer de 60 años, maestra de primaria de profesión. Su paso por la presidencia municipal de Texcoco le sigue cobrando el que quizá sea el activo más explotado en su contra: el famoso “pago de diezmo” de los trabajadores del gobierno local, por el que el partido Morena ha sido sancionado, pero que, al menos en la resolución del Tribunal, la deja intocada personalmente. Por más que sus adversarios recuerden el caso en cada oportunidad, la verdad es que no parece restarle apoyo.
Desde su primer intento por obtener la gubernatura, Delfina Gómez ha sido objeto de una intensa campaña de descalificación y ofensa con base en lo que es —y eso incluye su manera de hablar, su origen socioeconómico, su profesión y el oficio de sus padres— y no en lo que propone hacer. Si bien hace seis años esos insultos eran mucho más subidos de tono, no se ha retirado de la conversación pública, el imaginario de que una maestra emergida de las clases populares no tiene capacidad ni liderazgo para gobernar.
Lo cierto es que, en sus 18 meses en la SEP, Delfina Gómez consolidó una buena relación con el magisterio y, aunque no se trata de presumir aquí sus logros (pues habría que mencionar también las deficiencias de su gestión), su buena relación con los maestros después de estar al frente de esa dependencia del gobierno echa por la borda su supuesta falta de liderazgo.
La respuesta de Gómez a los agravios en su contra ha sido no cambiar ni simular ser lo que no es. Si en 2017 en un debate le salió del alma un cándido “vamos requetebién”, que le valió las burlas de sus adversarios, en esta campaña repite esa frase deliberadamente, lo que hace resonar en la memoria de sus simpatizantes los cientos de ofensas vertidas sobre ella por rasgos sociales que la maestra porta con orgullo y que la acercan a la gente común, gente que la ve y piensa en alguien que bien puede ser miembro de su propia familia: una mujer politizada pero cálida que no disimula sus aspectos más humanos.
En una entrevista confiesa que su debilidad es comer pan. En el último debate se ofendió profundamente cuando su contrincante la acusó de haber exterminado miles de perros en Texcoco. Ya terminado el encuentro, explicó ante los reporteros, con palabras atropelladas por la indignación, que, de todas las calumnias, esa es la que más le duele porque si ella tiene algo es amor por los animales. Un colaborador cercano a su campaña lo confirma: “no pernocta en las giras porque tiene que volver a casa en Texcoco para alimentar personalmente a sus 8 gatos y 7 perros”. En sus mítines se le ve saludando con dedicación personal a cada quien que se le acerca a decirle algo, a pedirle una foto o una demanda urgente. Se conmueve y no lo oculta. Aquello que los politólogos llaman “el carisma político” en Delfina Gómez consiste en una cosa simple e imposible de fingir: la autenticidad.
Esa autenticidad obnubila a sus adversarios (que incluso circularon un video editado haciendo creer que sus sentimientos son actuados), pero, más que desdeñarla, quizá deberían tenerla en cuenta ahora que se enfilan a encontrar quién los represente en la contienda presidencial. A la gente no le atraen más los perfiles de tecnócratas engominados egresados de grandes universidades extranjeras. Tampoco se identifican con personajes acartonados diseñados en despachos de consultoría. Las cosas han cambiado en el país en los últimos cinco años y la gente común se ha dado cuenta de que es posible ser gobernado por alguien como uno, acaso el sueño más republicano que existe. Lo que tiene Delfina de especial se resume en palabras sencillas: “Delfina es única porque
se parece a todos”.