Política

El año que ya empezó

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Andrés Manuel López Obrador junto con su familia en 2018. Omar Franco
Andrés Manuel López Obrador junto con su familia en 2018. Omar Franco

Por estas fechas solemos prepararnos para el cierre de un año y el inicio de otro. Al que se va le dedicamos recuentos; al que viene, resoluciones. El repaso del año que se va puede ser una bitácora ordenada según el orden lineal del calendario, o según lo que consideramos mejor o peor de él. El trazo del año por venir es una lista menos organizada en la que caben deseos y decisiones, un cajón de sastre en el que se combina lo que podemos hacer y lo que queremos que nos pase. Quizá todo se resume en un único deseo abarcador: que el año que viene sea amable, que sea más generoso y noble que el que se fue, y menos aún que el que le sigue.

Este año que termina no deja de tener un toque particular: es el último año entero del gobierno de Andrés Manuel López Obrador, y el que viene será el primero de una nueva presidencia. Si las encuestas están en lo correcto y sus tendencias —inamovibles desde hace meses— se reafirman, en 2024 comienza la continuación del proyecto obradorista: acabar lo inacabado —fortalecer el sistema público de salud, por ejemplo—, e iniciar lo que en este sexenio no se pudo emprender —como la limpieza del sistema judicial o el apuntalamiento de la educación pública.

Es inevitable, sin embargo, en este periodo de recuentos, recordar cómo eran los ánimos preelectorales en 2017 y cómo son ahora. Encuentro al menos tres grandes diferencias. La primera es que en 2017, con AMLO como precandidato, imperaba la urgencia de ganar la elección por una mayoría avasalladora, de modo que se pudiera evitar, o al menos complicar, una posible maniobra fraudulenta por parte de la élite gobernante y sus cómplices enquistados en las autoridades electorales.

«La burra no era arisca», como se dice popularmente, y nadie estaba dispuesto a repetir el cierre dramático de 2006, ni a dejar pasar la impune compra masiva del voto con la que regresó el PRI al poder en 2012. Había, entonces, que sumar todos los esfuerzos, tarea que no sería difícil dado el hartazgo generado por una secuela de gobiernos ineptos, corruptos e inoperantes, pero que sí se vería complicada por el escepticismo sembrado a costa de manipulación mediática y guerras sucias publicitarias, desde el “todos son iguales” hasta el “López Obrador es un peligro para México”. Esa necesidad de arrasar electoralmente hacía impostergable la labor de convencer persona a persona, con el compromiso de que cada convencido convenciera a diez más —que fue la pauta de la campaña obradorista «por tierra»—. Seis años después, debido a la clara ventaja que lleva Claudia Sheinbaum sobre su adversaria más cercana, ese llamado parece haber perdido sentido de urgencia.

La segunda diferencia está en la confianza en las instituciones electorales. En 2018 había que proteger todos los flancos, y la estructura de defensa del voto de Morena fue el bastión en el que volcaron su entusiasmo centenares de miles de simpatizantes. Al final, la ventaja en la elección fue tan grande que no hizo falta echar mano de aquello para lo que Morena se había preparado pensando en el peor escenario posible: defender en tribunales lo que se les arrebatara a los votantes en las urnas. 

En esta ocasión, con un Instituto Nacional Electoral menos alineado con el viejo régimen que sus versiones anteriores, Morena no tendrá que organizar tan acuciosamente ese flanco de batalla. Eso es bueno, desde luego, porque es un síntoma de confianza y madurez del sistema democrático. Pero por otro lado, suprime un factor que en elecciones pasadas servía no sólo para la defensa de la voluntad popular, sino para movilizar a las bases, organizarlas y permitirles un espacio de participación que se consideraba indispensable. 

La tercera diferencia que habrá entre la campaña de 2018 y la que comienza oficialmente en enero de 2024 es la organicidad de la comunicación en redes. En aquel momento era necesario romper el «cerco mediático» y recurrir a todos los medios alternativos de comunicación, de los cuales los más conspicuos eran las redes sociales. Aunque el número de usuarios de redes ha aumentado, también han cambiado cualitativamente las dinámicas de interacción: por ejemplo, en Twitter, ahora X, proliferan las cuentas anónimas, muy seguramente manejadas desde “granjas”, que revientan todo intento de debate público o de intercambio de información. De este modo, las redes sociales han dejado de ser una plataforma de interacción para volverse simple y llana difusión unilateral de contenidos que sólo les interesan a quienes están previamente de acuerdo con ellos. Como instrumento para el convencimiento, pues, a diferencia de como eran en 2018, en 2024 las redes sociales serán de nula utilidad. 

Por otro lado, es innegable el arrastre que tiene la figura de Claudia Sheinbaum como la continuadora de un cambio inacabado, pero definitivamente bien recibido, que se refleja en los niveles de aprobación del presidente actual (57% según Mitofsky, 87% según De Las Heras). Según la encuesta de De Las Heras levantada a inicios de diciembre, la intención de voto por Sheinbaum era de 65%, contra 13% de Xóchitl Gálvez. El escenario no podría ser más alentador y, sin embargo, el desdibujamiento casi total de un adversario político, y la falta de espacios de participación orgánica, presenciales o virtuales, podría mermar el entusiasmo por la contienda. Para recuperarlo, hay que rescatar el sentido de logro histórico que está a punto de hacerse realidad en el año venidero: el que por primera vez en la historia de México una mujer de izquierda, emergida de la lucha estudiantil, asuma el cargo de presidenta de la República. Así, con -a, como nunca antes.


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Violeta Vázquez-Rojas
  • Violeta Vázquez-Rojas
  • Lingüista egresada de la ENAH, con doctorado por la Universidad de Nueva York. Profesora-Investigadora, columnista y analista, con interés en las lenguas de México, las ideologías, los discursos y la política.
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