El domingo Jaime Rodríguez Calderón fue motivo de rechiflas, gritos de protesta y acusaciones cara a cara lanzadas por ciudadanos visiblemente enojados.
No fue en redes sociales ni en pancartas, no fue con bots ni con críticos de algún partido político, fue aquí en plena Explanada de los Héroes, con gente de carne y hueso.
Cómo cambian los tiempos y la circunstancias.
Hace poco menos de cinco años, los gritos eran a favor, eran arengas que, espontáneas o no, llenaban el ambiente de optimismo o al menos beneficio de la duda sobre el primer gobernador sin partido; parecía el camino para salir del hartazgo y mandar de vacaciones a los de siempre.
Aquella elección para gobernador en 2015, la ganó Jaime con números inauditos, 48.82 por ciento; un total de 1 millón 020 mil 552 votos. De ese tamaño fue la confianza de la gente.
Muy diferente a la elección presidencial de 2018, porque en su intento fallido solo consiguió un 5.23 por ciento de electores. Más claro aún, en Nuevo León solo obtuvo el 16 por ciento de los votos posibles en el estado, muy lejos de ese 48.8 por ciento del 2015.
De popularidad ni hablamos, porque de acuerdo con cifras de Cómo Vamos Nuevo León, hace un año solo contaba con una aprobación del 22 por ciento, y solo un 24 por ciento creía en su honestidad y un 25 por ciento en su capacidad para gobernar.
Mañana se darán a conocer las cifras del 2019, aunque a juzgar por lo dicho en líneas anteriores y los abucheos del domingo, es predecible el desencanto.
Atrás quedaron las bromas que causaban gracia, los regalos, los corridos en su honor, las fotografías espontáneas, los abrazos de apoyo. Dieron paso a las críticas de sus ex aliados, los reproches de aquellos que le creyeron y lo pusieron en la silla, las mentadas de madre y los gritos de “renuncia de una vez”, “que te corten las manos”.
Dura es la consigna ahora, aunque en todo esto hay una incómoda realidad.
El gobernador no termina aún el periodo que le asignaron sus fanáticos y seguidores en las urnas, no se irá del Palacio a menos que una fatalidad suceda, no parece al menos estar en sus planes. En el supuesto de que lo hiciera; su partida no necesariamente augura “el fin de todos los males” que aquejan al estado, por una sencilla razón; estos males no llegaron con él, no se fueron en estos años de su mandato y no se irían con su partida.
Los gritos de la gente exaltada, paradójicamente en el mismo lugar donde aquel 7 de junio de 2015 le pidieron “no nos falles”, representan un rompimiento, un divorcio entre gobernante y gobernados, pero no resuelve nada.
Solo nos da una idea de todo lo que hay que resanar en el tiempo venidero.
No me pregunte con quién podría lograrse la reconciliación del pueblo, no existe una respuesta fácil si se toma con seriedad, porque ninguno de los que se autodenominan aspirantes parece tener los tamaños que exige el reto. Con todo respeto a algunos que, entusiasmados, ya preparan sus campañas. Piénsenlo bien.
La gente ya no cree.