Crecí en un México distinto al de hoy en día.
Era principios de los ochenta, ya había corrupción y engaños, ya había simulaciones; aunque a diferencia de hoy era más fácil saber quién era el malo y quién el bueno.
Siempre ganaban los mismos en la política, en el deporte y en los negocios, pocos se atrevían a cuestionar, porque era peligroso atentar contra el régimen establecido, contra lo que Vargas Llosa describió como “dictadura perfecta”.
Había, sin embargo, figuras de respeto en ese México de entonces. Nos lo inculcaban en la escuela y en la casa.
Había que respetar al padre y a la madre, al maestro, al sacerdote, a los ancianos, a las mujeres, a los mayores, al bombero y al soldado.
El tiempo pasó, y ahora éste es otro México, soy adulto y varias de esas “instituciones” perdieron el respeto; unos merecidamente porque se corrompieron, otros porque violaron su ministerio abusando de aquellos que debían proteger, otros porque cambiaron su rol en la sociedad.
Pero a una de estas figuras de respeto, en especial, los años recientes parecen destruir lo conseguido con esfuerzo.
Hace dos sexenios, el Ejército salió a las calles a patrullar, a comenzar “una guerra” por órdenes del presidente Calderón.
Fue el inicio de un enfrentamiento contra la delincuencia organizada; enviados a recuperar zonas del país dominadas por el narco, los soldados encabezaron una lucha que cobró miles de vidas.
En el camino, como es sabido, murieron inocentes, en reyertas que terminaron con civiles muertos en el fuego cruzado.
Murieron muchos militares, otros fueron torturados, pero esas historias no destacaron ni enardecieron al país. Total “son soldados”. A quién le puede interesar llevar la cuenta de bajas en el Ejército.
Desde el sexenio pasado se debatió una ley que regularía el actuar de las Fuerzas Armadas, se dijo que eso les daría el marco jurídico, una especie de protección ante la creciente condena de los órganos defensores de los derechos humanos, pero ésta no se consiguió en toda la extensión de la palabra.
El cambio de gobierno federal trajo consigo, no el regreso del Ejército a los cuarteles, que hasta fue promesa de campaña; sino la propuesta de una nueva corporación creada por ellos, capacitada por ellos y dirigida también por ellos.
El debate de la Guardia Nacional sigue en curso, los cuestionamientos también, y justo ayer la Comisión Nacional de los Derechos Humanos emprendió otra embestida, ahora contra los efectivos que estuvieron en Tlahuelilpan, Hidalgo.
La esta vez es la inacción de los militares, paradójicamente el reclamo versa en que si hubieran intervenido, si hubieran hecho valer su investidura al impedir a cientos de personas llevar combustible del ducto roto, se hubiera evitado la tragedia.
Entonces, cuando no actúan se equivocan, cuando actúan también. Total, ellos nunca ganan.
No cabe duda, muy lejos quedó el México de antes, en que al Ejército y a las demás instituciones que han hecho de este país lo que hoy es, se les respetaba y además, se les valoraba.
La guerra que nunca ganan los militares
- El Pulso
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Víctor Martínez Lucio
Monterrey /