Dentro de 12 días habrá elecciones en todo el país. Todos sabemos qué está en juego y, salvo que se viva en una aldea o en la Luna, ya nos llegaron los mensajes a través de spots, lonas colgadas en la ciudad y, por supuesto, a través de los debates.
Esta última, tal vez la herramienta más desperdiciada y cuestionada en nuestros días.
Los debates estuvieron por todos lados: en alcaldías, diputaciones, gubernaturas y en la contienda presidencial.
¿Útiles? Las opiniones son diversas. De entrada, su mecánica fue noticia por sí misma. Las restricciones provocaron candidatos y candidatas acartonados, inflexibles.
Después, la disyuntiva sobre quién gana un debate; el mejor prospecto a gobernar o el que tiene más habilidades a la hora de argumentar, dejando de lado la viabilidad de lo dicho.
En nuestros debates es común que para el que gobierna todo está bien, para el que no gobierna todo está mal.
El contendiente busca en el debate despertar las emociones de un electorado, más que convencerlo; apostar a su lado emocional, aunque para ello tengan que valerse de herramientas histriónicas o cualquier desfiguro.
Y qué decir de las promesas. Hay de todo, incluso de aquellas que no siempre llevan una intención positiva o que incluso entrañan el engaño.
Promesas inciertas con ideas que nacen muertas. Total, prometer no está configurado como un delito, y no cumplir no contempla sanciones.
Por si fuera poco, debates con demasiados participantes, representantes de partidos creados para ser satélites, nuevo eufemismo para no decir comparsa. Partidos que, salvo contadas excepciones, solo quitan el tiempo, desvían la atención y gastan del erario.
Sus candidatos, salvo contadas excepciones, son casi actores de reparto en esa película absurda, esa simulación en la que se ha convertido casi todo en la política de nuestros tiempos. Eso son dichos partidos: unos mueren y otros renacen, o simplemente mutan con nombres esperanzadores y trillados.
Así lo han decidido malos votantes y malos gobiernos. Así lo han validado legisladores que configuran las reglas del juego a su conveniencia, porque el que hace la ley, hace la trampa.
Lo deseable es que pronto cambien las reglas y las formas de hacer campaña, que el debate siga en la fórmula, pero que sí mueva las conciencias.
De no ser así, para los próximos comicios el debate será una oferta muy gastada, una fórmula anacrónica, una auténtica vacilada.