Ayer, con motivo del Día Internacional de la Despenalización del Aborto, de nuevo las calles del centro de la Ciudad de México fueron escenario de manifestaciones organizadas por colectivos integrados por mujeres.
Las esperaba el Grupo Atenea de la Secretaría de Seguridad Ciudadana, para contener al contingente que avanzaba rumbo a un Zócalo resguardado y ya ocupado parcialmente por Frenaaa, que se apostó ahí la semana pasada.
Avanzaron poco a poco acercándose al cerco integrado por cientos de policías que, con escudos, pretendían con valor evitar que llegaran a su destino, como lo hacen cada año.
Otra vez las imágenes de martillos, gases de colores verde y rosa, bombas molotov y petardos, fueron lo más impactante del mensaje. De nuevo le hicieron frente a mujeres policías que solo siguieron órdenes, que incluso muchas de ellas comparten la indignación por la violencia de género; muchas son madres, esposas, hijas golpeadas o acosadas por la misma sociedad.
Pero estaban ahí entre el fuego, las piedras y el humo, en medio de una manifestación que persigue una causa valiosa, pero lo hace una vez más con estrategia discordante.
Porque el mensaje posicionado es el visual, más allá del homo sapiens, el espectador es homo videns, como escribió alguna vez Giovanni Sartori al referirse a las masas. Cada que una de estas manifestaciones se torna violenta, se desvirtúa en términos de comunicación, su efectividad queda reducida a una turba violenta, pese a que la causa sea real y las intenciones sean genuinas.
Así, lo que comenzó como una marcha simultánea alrededor del país para exigir el derecho de la mujer a decidir sobre su cuerpo, continuar el debate añejo en torno al aborto y, de paso, poner un freno a la violencia de género, terminó, al menos en la Ciudad de México, sin la efectividad deseada por sus organizadoras.
En la mente de la gente, que privilegia formas en lugar de fondo, quedó posicionada la agresión como reclamo, como vía incorrecta para buscar la justicia.
Lamentablemente así se logra poco... o nada.