México y Afganistán establecieron relaciones diplomáticas en 1961. En 1962, Octavio Paz fue acreditado como el primer enviado mexicano ante el Reino de Afganistán. Posteriormente a la designación de Luis Ortiz Monasterio como embajador ante la República Islámica de Afganistán, entre 2005 y 2009, tuve el honor de presentar cartas credenciales como el tercer embajador de México ante Kabul, en el periodo entre 2017 y 2019, coincidiendo con el atardecer de lo que conoceremos como el “interregno de los 20 años de paz forzada”.
En mi estancia en Kabul, en las visitas a la puerta de Herat –referente del “Gran Juego” de la división ruso-británica del siglo XIX– y a los campos de refugiados afganos en Irán y Pakistán –que como producto de la invasión soviética siguen sin contar con un techo al que llamar “hogar” o tierra a la cual reconocer como “nación”–, constaté un pueblo cálido y pacífico; con necesidades y carencias; y con una habilidad de interconexión con el mundo, herencia de los caminos construidos durante las antiguas rutas de la seda.
Los ojos afganos son un mirador a una historia milenaria poblada de desafíos y de figuras de paso que incluyen intervenciones de imperios, comerciantes, profetas y viajeros, reflejando un mosaico multicolor. No por nada, en 1985, National Geographic adoptó ese rostro, al que más tarde se identificó como Sharbat Gula, que inmortalizaría una síntesis de un conglomerado de pueblos; y cuya tragedia también radica en la dependencia de la producción y consumo del opio, que mitiga los dolores del presente, que dilata las pupilas de un pueblo y que mina el paisaje futuro.
En el imaginario colectivo, Afganistán usualmente está ligado a visiones de destrucción y violencia, escenarios desvinculados de su historia, tradiciones y composición social. Afganistán es un mosaico étnico, geográfico y cultural, que se comporta como un corredor geopolítico entre el centro y el sur de Asia, así como entre las costas de Asia Pacífico y Medio Oriente. Es decir, la inestabilidad del país condiciona las actividades económicas, el desarrollo y, propiamente, la seguridad hemisférica. Por ello, esta coyuntura trasciende en la agenda internacional.
En el contexto actual, si se quiere establecer un gobierno que unifique el mosaico afgano, hito que nunca ha sido alcanzado debido a la cronología de intervenciones extranjeras, de fronteras delimitadas desde escritorios ajenos, y de la diversidad multiétnica que converge en el territorio, será necesario adoptar directrices distintas por parte del grupo talibán a las implementadas durante el Emirato Islámico de Afganistán, previo al periodo del interregno. Los talibanes deberán asumir compromisos en materia de derechos humanos, de género, así como en el marco de la cooperación antiterrorista, a fin de obtener el reconocimiento internacional, reiniciar los canales de comunicación en el ámbito multilateral y obtener acceso al sistema económico internacional.
El conjunto de grupos talibanes que de facto detentan el poder, pero sin representar un ente homogéneo, sino por el contrario, un concentrador de ideas, ocurrencias, objetivos e interpretaciones religiosas provenientes de diversas coordenadas de la región, tendrá que apostar en su gobernanza interna por evitar que desde el exterior se agudice una optofobia por incluirlos necesariamente en el trazo de una nueva arquitectura para el futuro afgano.
Por Alfonso Zegbe*
*Director ejecutivo de Estrategia y Diplomacia Pública en la SRE y exembajador de México en Afganistán (concurrente desde Teherán de 2017 a 2019)