Charles Latrobe, un viajero que escribió un libro sobre su viaje a México en 1834, escribió su experiencia a su llegada a Tampico, recién fundado en 1821. Por lo pronto, dice que era muy difícil encontrar alojamiento, viéndose obligado a encontrar alojamiento en la Fonda de la Bolsa, “una mala barraca de madera de dos pisos, con un billar en la planta baja”. El Padre Carlos González Salas nos indica que se hallaba más o menos donde hoy se halla el edificio de correos, frente a la Plaza de la Libertad. Los alimentos que se podían conseguir “en pequeñísimas proporciones“ eran: “un poco de carne, pescado o pollo guarnecido con molleja, mondongo, cachete de vaca, camotes, frijoles negros y plátanos”. El francés que regenteaba la fonda “además de vivir del cuento, tenía un billar, una cantina y una mesa de juego en un portal”.
Dice en su libro “Rambler in Mexico” que la nueva ciudad se hallaba más cerca de la Barra que el Pueblo Viejo, con suficiente calado para los buques, y que si no fuese por las visitas anuales de la fiebre amarilla, llegaría a ser el puerto más importante de México. Su población se estimaba en cinco mil almas cuando en 1833 estalló la epidemia del cólera, muriendo entonces como tres mil habitantes. La ciudad estaba construida sobre una angosta y descendiente terminación de una península rocosa. Las casas se levantaban según el país de sus nuevos ocupantes. Solamente el mexicano descendiente de españoles exhibía su conocimiento del clima construyendo sus casas con patios interiores, y el indio, sus jaulas de bambú revocadas con barro y techadas con hojas de palma.
El embarcadero se veía lleno con botes del mercado y canoas de los indios, con productos de las granjas de río arriba y barriles de agua dulce del río Tamesí. Temprano se llenaba la orilla con mujeres metidas en el agua hasta las rodillas, lavando la ropa sin temor a los cocodrilos que hormigueaban en la vecina ribera lodosa. Frente a la Aduana y el trajinero mercado aparecían los buques mercantes anclados.
Las familias de la sociedad vivían muy confinadas y los jóvenes forasteros paseaban por la tarde a caballo por los alrededores, jugando a los bolos o al Monte, o intentando bailar un vals con la ayuda de un piano forte, un flautín y un par de matronas. Algunas tardes se efectuaban unas mascaradas “algo cursis”, mezclando todas las clases sociales. Los pobres se entretenían bailando “fandangos” dos veces por semana bajo una enramada en las orillas de la ciudad.
Tampico era el legendario “El Dorado” para muchos pero no para los recién llegados. Los precios de los artículos eran enormes. La población era de lo más mestiza y el comercio del pueblo estaba en manos de los extranjeros. Las exportaciones estaban limitadas al palo de tinte y las monedas de plata, de las cuales se habían exportado en 1833, siete millones de pesos. Las importaciones incluían todos los artículos, permitidos o no, y el contrabando debidamente organizado.
Bueno, eso fue hace casi doscientos años. Veremos qué escribirán los viajeros que nos visiten en el
futuro.