“Siempre he desconfiado de los sueños,” escribe Julian Barnes. Yo también, aunque sólo de los míos; nunca de los ajenos. Anoche rompí mis lentes y no pude seguir leyendo la novela acerca de las múltiples versiones de la nieve en la historia de un crimen. Puse el despertador encima de un trapo en la mesa junto a la cama para amortiguar el sonido de las manecillas y apagué la luz. Volví a sentir las patas del insecto en mi cabeza. Él es tránsfuga —decido— y yo soy eremita. El cambio de velocidades y de tiempos sucede de manera natural. Las patas se convierten en palabras y yo las contemplo como si fueran esferas y ellas revolotean como si tuvieran alas. Aparece un bosque en la superficie: abetos, oyameles, encinos, y al fondo se ve un manantial cubierto de hojarasca. Una niña juega con una pelota. Yo me acerco y le toco el hombro y le pregunto por la casa donde suelo alojarme. La niña me escupe. Se levanta la falda: no trae calzones y está sucia. Le digo en voz baja, amenazante, que ningún cuerpo me distrae; ni el dolor de las rodillas dobladas contra mi panza ni la cadera hundida en la piel como una llanta sin remolque ni la mano enjuta en el hueso. La pelota termina rodando hacia su propio círculo mientras busco algún camino tras el manantial. Localizo una brecha, luego el principio de un desierto. Me atoro en la arena y se me tuerce un pie, pero logro distinguir el contorno de la casa en el horizonte bajo el sol que desciende. Cuando llego me anuncias con entusiasmo que acabas de adoptar a dos adolescentes. Están dormidos en el tapete de la sala. Hay basura en los rincones y una pila de trastes en el fregadero. No encuentro las llaves. Tu perfil se aproxima a mi cara. Creo que te estás riendo. Debo abrir los ojos. Debo voltearme de lado. En el Canto IX de mi Comedia apócrifa ya es la penúltima tarde. Estamos discutiendo animadamente acerca de los preparativos; yo tomo apuntes en mi cuaderno: el suéter negro, la camisa con las mancuernas, los zapatos Dockers, los calcetines de rayas. Hay códigos que no entiendo y te pido que me repitas los números y me aclares si las letras son mayúsculas o minúsculas. La tinta de mi pluma es roja. “No olvides los cepillos de dientes y las tijeras. Están en el cajón izquierdo, en el mueble del baño.” Tu voz coincide con el ruido metálico de las máquinas que filtran el aire. A cada hora le corresponde una textura. La de las cinco es áspera; la de las seis, afelpada. Alguien nos entrega las placas en una bolsa de lona. ¡Por fin nos vamos a enterar de lo que significan las imágenes borrosas! Las empiezo a revisar, te muestro una mancha: en ese instante me dejas hablando sola, con frases cortas. Según el manual los fragmentos son alusiones: hubo una persona, un espejo, una ventana, una tormenta, un golpe. Creo que las formas sueltas se irán juntando y regresaremos a ese domingo, a ese lunes, a ese martes. Prometo que no volveré a taparme con la sábana. Y tú me dirás otra vez el nombre del río.
Nocturno
- En el banquillo
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Tedi López Mills
Ciudad de México /