Un animal atraviesa la estancia. No tiene cola ni orejas visibles, pero sí cuatro patas con garras y un pelaje tornasolado que me hace pensar en plumas verdes, violetas, rojas. Se para debajo del comedor y voltea hacia mí. Creo que busca mis ojos. Se los doy. Abre el hocico y noto con alivio que no hay dentadura. El animal emite tres sonidos: alio, miasa, nione. Y con una elegancia inusual, casi lenta se dirige hacia el patio. “No te vayas”, le pido: “por favor”. Brinca, se sujeta con las uñas a la yedra y luego desaparece. Son las once de la mañana de un sábado. Mi bata gris cuelga de una silla. El pantalón de mi piyama no combina con la blusa. Sé que mi conciencia vive en mi cuerpo. Sé que debo moverme con cautela. Si algo cae al suelo debo esperar con paciencia a que termine de caerse antes de intentar recogerlo; sobre todo, si se trata de un objeto de vidrio: un espejo o una copa o una jarra. El espacio y mi memoria del espacio no equivalen a una forma de conocimiento, sino de miedo. Ningún dios afuera vigila con bondad el desempeño de la máquina. Si hay aspas, motores, son silenciosos. O el viento corta su ruido antes de que suceda. No debo olvidar que los tapetes representan siempre un peligro. Con la punta del pie aliso el más pequeño –el de los triángulos– y avanzo hacia la repisa de la música. Elijo un CD de Pink Floyd y lo coloco en el aparato, con el volumen al máximo. “Cuánto me gustaría que estuvieras aquí”. “Cuánto desearía que estuvieras aquí”. Me acerco a la puerta de la cocina y trazo tu sombra en un rayo de luz que entra por la ventana. “Oye, Stetson…”, te digo jugando. “Cielos azules y dolor, prados y vías de acero, una sonrisa y un velo: ¿quién distingue entre el paraíso y el infierno?” En el Canto VIII de mi Comedia apócrifa caminas de un extremo al otro de la sala. A veces miras tu reloj: faltan quizá quince o veinte minutos para que termines la rutina de tu ejercicio. Quiero detenerte antes de que subas por la escalera y te esfumes en la penumbra del baño; hablarte de las palabras de la canción: “hot ashes for trees/hot air for a cool breeze/cold comfort for change”. Dos almas perdidas nadan en una pecera año tras año. Podríamos ser tú y yo en una versión mezquina de nuestra historia: las mismas tramas, los mismos atajos, los mismos parques, las mismas calles. Ayer un amigo me preguntó con dulzura mientras comíamos: “¿ahora qué harás con el resto de tu vida? ¿Todas esas costumbres? ¿Todos esos domingos?” No recuerdo en qué parte del Purgatorio nos quedamos: había una yunta y bueyes bajo el yugo. Una lección de tenacidad y servicio. El efecto acumulativo de la ausencia tendrá seguramente un desenlace. Por lo pronto, sospecho que el animal tornasolado es su criatura paralela. No voy a descifrar los tres sonidos; sólo suponer que son una especie de santo y seña, y repetirlos a diario, en la tarde, en la noche. Nunca en la madrugada. La paradoja es muy clara: no volveré a verte, pero te veré todos los días.
Fábula
- En el banquillo
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Tedi López Mills
Ciudad de México /