En un escenario de tensiones crecientes, donde la diplomacia debería ser la estrella guía hacia la resolución de conflictos, nos encontramos ante un Consejo de Seguridad estancado y dividido. La eficacia de las Naciones Unidas como un baluarte de la paz y la estabilidad global ha sido puesta a prueba en el siglo XXI con conflictos como los de Rusia y Ucrania, y la persistente crisis entre Israel y Palestina. El derecho de veto ejercido por los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad —Estados Unidos, Rusia, China, Francia y el Reino Unido— ha demostrado ser un obstáculo significativo para la resolución de conflictos y ha generado un debate sobre la parálisis que este mecanismo impone en la gestión efectiva de las crisis humanitarias globales.
Las Naciones Unidas son el cuerpo supremo de arbitraje y diplomacia internacional. Sin embargo, en la práctica, la estructura de poder dentro de la organización ha permitido que intereses particulares prevalezcan sobre el bien común. El veto, una herramienta de poder legado de la posguerra, en esencia, otorga a las grandes potencias una licencia para bloquear cualquier acción colectiva que no se alinee con sus intereses, incluso cuando están en juego vidas inocentes y la estabilidad mundial.
La crisis en Gaza revela una desoladora disparidad: por cada israelí muerto, hay 22 palestinos fallecidos, una estadística que refleja la magnitud de la crisis humanitaria que sus aliados no están atendiendo adecuadamente. El veto de Estados Unidos a la resolución brasileña, que buscaba pausas humanitarias y condenaba los ataques contra civiles, es un claro ejemplo de cómo el uso político del veto puede obstaculizar la ayuda humanitaria.
Recordemos que Rusia, inmersa en su propio conflicto con Ucrania, utilizó su veto para bloquear una condena a la anexión de territorios ucranianos, dejando en evidencia la incapacidad de la ONU para detener el avance del conflicto. Pese a ser el país más sancionado bajo el mandato del Artículo 41, que contempla medidas coercitivas, cabe cuestionar la eficacia de tales sanciones. ¿Han logrado acaso detener el conflicto?
La impotencia de la ONU para aplicar la Resolución 181 del año 1947, que proponía la creación de dos estados en el territorio del Mandato Británico de Palestina, uno judío y otro árabe, refleja cómo las ambiciones de las potencias y los intereses geopolíticos han distorsionado y a menudo anulado los esfuerzos de paz.
Existen dobles raseros también en las resoluciones, por ejemplo, en resoluciones como la de Libia que comenzaron a ejecutarse antes de que la tinta en el papel se secara, pero otros casos, como en el caso de Azerbaiyán, las 4 resoluciones del Consejo de Seguridad que exigían la terminación de la ocupación armenia nunca se cumplieron hasta que Azerbaiyán lo hizo por sí mismo, sacrificando miles de vidas.
Las propuestas para reformar el derecho de veto, limitándose a situaciones que no involucren atrocidades masivas o crisis humanitarias, han emergido como posibles soluciones. Sin embargo, tal reforma requeriría una transformación profunda en la dinámica del poder mundial, lo que implica un desafío monumental.
En lugar de caer en la romantización de las Naciones Unidas, debemos reconocer que la solución a conflictos como el de Israel y Palestina, o la crisis en Ucrania, probablemente no vendrá dictada desde los pasillos de poder en Nueva York o Ginebra, sino a través del diálogo directo entre las partes involucradas, con un enfoque regionalizado y menos dependiente de la influencia de las potencias externas como Estados Unidos. ¿Qué sucede entonces con el papel de la ONU como mediador imparcial y fuerza pacificadora? El espectro del realismo político se cierne sobre la institución, poniendo en duda su relevancia y efectividad en la era contemporánea.