El retorno de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos en enero de 2025 ofrece una oportunidad crítica para reevaluar el papel estadounidense en el Medio Oriente. Históricamente, las administraciones demócratas han proyectado una imagen de diplomacia y multilateralismo, pero en la práctica han promovido una intervención constante y, a menudo, hipócrita en la región. Durante el mandato de Barack Obama, se llevaron a cabo más de 26,000 ataques con drones solo en 2016, mientras que la administración de Joe Biden aprobó ventas de armas a Arabia Saudita por más de 500 millones de dólares pese a su supuesto compromiso con los derechos humanos.
Trump, con su enfoque anti-establishment, podría marcar un cambio, aunque no está exento de críticas. Durante su primer mandato, promovía una política de "América Primero" que buscaba reducir la presencia militar estadounidense, pero también implementó decisiones controversiales, como el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel. Ahora, con un segundo mandato, existe la posibilidad de que esta administración adopte una postura más pragmática, dando espacio a las potencias regionales para liderar los esfuerzos de negociación y estabilización en el Medio Oriente.
Las potencias activas en la región —Irán, Türkiye, Arabia Saudita e Israel— tienen intereses cruzados, pero también una influencia considerable para gestionar los conflictos locales. Irán, por ejemplo, sigue siendo un actor clave en Irak, Siria y Líbano, mientras que Arabia Saudita lideró los Acuerdos de Abraham junto con Israel bajo el paraguas de la administración Trump. Türkiye, por su parte, mantiene una presencia militar significativa en Siria y ha actuado como mediador en conflictos relacionados con el terrorismo. La clave no está en imponer agendas externas, sino en permitir que estas potencias diseñen soluciones regionales.
Estados Unidos, sin embargo, ha demostrado repetidamente que su interés principal en el Medio Oriente no está vinculado a la estabilidad o los derechos humanos, sino a los recursos energéticos y a mantener su influencia económica. Datos recientes respaldan esta afirmación: en 2023, el 20% de las exportaciones de petróleo del mundo provino del Golfo Pérsico, una región donde la presencia militar estadounidense sigue siendo significativa. El enfoque de "control de reservas" ha perpetuado conflictos y alimentado una percepción de ocupación colonial en muchos países.
Las sanciones económicas impuestas por Estados Unidos a Irán desde 2018 no han debilitado al régimen, sino que han intensificado su retórica y su apoyo a grupos paramilitares en la región. Mientras tanto, la retirada del acuerdo nuclear por parte de Trump en 2018 y la falta de negociaciones bajo Biden han dejado a Irán más cerca de desarrollar armas nucleares. ¿Cómo puede entonces Estados Unidos ser un garante de la paz cuando sus políticas exacerban las tensiones?
Un enfoque pragmático, liderado por las potencias regionales, podría ofrecer una alternativa viable. Türkiye, por ejemplo, podría desempeñar un papel clave en Siria, mientras que Arabia Saudita e Israel podrían colaborar en iniciativas económicas para estabilizar Gaza y Cisjordania. Sin embargo, para que esto funcione, Estados Unidos debe abandonar su enfoque de "control" y actuar como facilitador. El Medio Oriente necesita soluciones que realmente solucionen las complejidades de la región, no estrategias unilaterales dictadas desde Washington. La paz solo será posible si las potencias locales toman la iniciativa, mientras Estados Unidos adopta un papel secundario, menos intervencionista y más pragmático. Las cifras y los hechos no mienten: la intervención estadounidense no ha traído estabilidad, y continuar con las mismas políticas solo perpetuará un ciclo de violencia y desconfianza.
El regreso de Trump podría ser una oportunidad única para romper este ciclo, pero solo si hay voluntad para repensar las prioridades y apostar por una paz liderada por quienes entienden mejor la región: las potencias del Medio Oriente