Se ha dicho todo con esos largos conciertos que nos sabían a suficiente entre aplausos y tequila, mucho tequila. Creo que una vez que se ha dicho todo, la gran mayoría de nosotros podremos coincidir en algo: no importa de dónde venías o quién te creías, Chente era algo que teníamos en común.
Me encantaría decir que era de esas pocas figuras que no dividen pero, sin duda, hay que consignar a esas voces disidentes a la naturaleza patriarcal del mundo del personaje. Una vez dicho y hecho todo, los cantos de amor, desamor, pasión y resiliencia no conocían extracto social, genero musical o edad que nos excluyera. Todos los que sentimos la vida con todas sus aristas, y hemos podido cantar con la voz de Vicente Fernández, guiándonos hemos tenido experiencias completas de catarsis emocional. O simplemente de sacar al demonio de nuestro sistema. Como sea, cantamos.
Hay muy pocas cosas que se pueden decir de Chente que no sepamos intuitivamente sobre nuestra mexicanidad. Escucharlo es una suerte de rito que sabe a graduación de los sentimientos que rigen nuestras pasiones. Su propia historia, familia, pesares, batallas y errores: todo eso se escuchaba en esa voz que se negaba a dejar de cantar mientras el público no dejara de aplaudir. Jamás pudo cumplir esa promesa las muchas veces que me tocó verlo. La gente no iba a dejar de aplaudir. Y los recintos tenían que cerrar. Una vez gritó: “No me voy, me llevan rehijos de su ¡$#@ madre”, al referirse al estricto horario en un recinto de Los Ángeles.
Y con eso me quedo. Un original que se volvió un ícono con todo lo mejor y algo de lo más complejo que nos caracteriza. Fue alguien que nos enseñó el verdadero valor del trabajo y de las emociones. Eso es digno de seguir aplaudiendo por varios lustros más.
@susana.moscatel