Me encanta observar los fenómenos culturales y sociales de las nuevas generaciones. Cuando logran ocupar un lugar en mi mente y emociones, lo agradezco aún más. Estos días resulta muy difícil comunicarnos entre quienes crecimos en la vida análoga y aquellos que viven en el scroll constante. Y con la segmentación tan agresiva en gustos musicales que vivimos también entre culturas, sectores sociales y edades, pareciera que estamos destinados a una infinita torre de babel.
Por eso cuando llega a la popularidad total una artista como Chappell Roan, una joven chica de Tennessee que acabó siendo un emblema queer con el cual tantas personas podemos bailar, gozar y celebrar, hay que decirlo. Hace algunos días estuvimos en Texas por motivos ajenos al espectáculo y decidimos entrar a un bar donde había un show drag para pasar un buen rato.
Me fijé en varias cosas, la principal era la falta de juicio entre personas muy distintas entre sí. Un grupo de chicas chinas nos invitaron a su mesa y se emocionaron cuando la bailarina latina hizo un show con música de José Alfredo Jiménez. A lado había un grupo de afroamericanas que nos enseñaron cómo se debía bailar la música de Rihanna, y no perder en el intento (perdimos). Hubo Taylor Swift para la despedida de solteras y Shakira, quien prendió aún más la noche.
El cierre del show, sin embargo, fue lo más bello de todo.
“En tiempos de tanta negatividad y violencia, solo nos queda seguir bailando, amando nuestras diferencias y respetarnos ante todo”, dijo la maestra de ceremonias antes de cerrar con “Hot to Go!” y, obvio, “Pink Pony Club”, de Chappell Roan.
No lo sé, pero estando donde estábamos con las políticas del momento, se sintió no solo como una fiesta, sino como un acto de resistencia social. Aprendí mucho, lo agradezco y me lo quedo.