Ayer nos enteramos de la partida de la productora Tina Galindo y debo decir que la primera imagen que llegó a mi mente, acompañada por la tristeza de la noticia, fue la de un Teatro de los Insurgentes abarrotado de personas conmovidas, dándole una ovación de pie más. Esto ha ocurrido y sé que volverá a ocurrir muchas veces, ahora agradeciendo su vida y lamentando su partida, pero hay algunas cosas entre esos aplausos y emociones que quisiera poner en palabras, simplemente porque tuve el privilegio de pláticas profundas con ella además de la posibilidad de admirar de cerca las maravillas que hizo gracias a su pasión por el teatro.
No recuerdo una sola vez en las últimas décadas haber llegado al Insurgentes, ya fuera a una función, entrevista o ensayo, cuando no buscara antes que nada su oficina discretamente escondida en centro del lobby. Ahí, ella y Claudio Carrera, su socio y amigo, planeaban, creaban y preparaban muchas de las mejores cosas que llegarían, que aun llegan, a los escenarios.
En particular, el Teatro de los Insurgentes festejó su aniversario 70 el año pasado con lo mejor del arte pasado y muchas de las más vigentes y valientes obras de estos tiempos. Desde que Tina aceptó la misión por parte de Emilio Azcárraga de encargarse de ese recinto, hace ya más de 30, no solo se rescató un espacio que siempre fue mucho más allá de la guerra de las televisoras, sino que se reinventó una y otra vez para dar lugar a obras. Desde Cabaret hasta Víctor/Victoria o El extraño incidente del perro a medianoche hasta Privacidad. Tina siempre supo hacer equipo y sociedades fantásticas para que lo que parecía imposible ocurriera en ese escenario. Y con ello rompió muchas de las barreras que separaban a los grandes productores de teatro en nuestro país. Su generosidad y cariño serán recordados siempre, por quienes tuvimos el privilegio de conocerla e incluso de quienes solo fueron al teatro un domingo y sin saber por qué o quién, su vida fue un poco mejor a partir de ello. Eso es enorme y hermoso.