Washington, D.C., amaneció un lunes de agosto con un anuncio que parecía sacado de un escenario de crisis: la Guardia Nacional patrullaría las calles y el presidente de Estados Unidos asumiría control de la policía local. Pero no había un huracán, un atentado, ni una ola de violencia sin precedentes. Había, sí, un Donald Trump decidido a colocar su sello de “mano dura” en la agenda nacional e internacional.
Invocando la sección 740 del Home Rule Act, Trump declaró una emergencia de seguridad pública, desplegó 800 efectivos y asumió temporalmente la dirección del Departamento de Policía Metropolitana de Washington. Las imágenes fueron potentes: uniformes, vehículos militares, calles vigiladas. El mensaje, inequívoco: “donde otros fallan, yo actúo”.
Sin embargo, los datos oficiales cuentan otra historia. Los delitos violentos en la capital estadounidense han disminuido notablemente en los últimos dos años, alcanzando cifras históricamente bajas. El despliegue no responde a una escalada real de inseguridad, sino a la construcción de un escenario político que sirva a sus objetivos estratégicos.
El primero de ellos es activar a su base electoral de cara a las elecciones de medio término de 2026. Ese año se renovará toda la Cámara de Representantes, un tercio del Senado y varias gubernaturas. Una mayoría republicana en el Congreso le permitiría a Trump blindar su agenda y reducir la capacidad de bloqueo demócrata. Medidas como esta —visibles, disruptivas y cargadas de simbolismo— son eficaces para movilizar a sus votantes.
El segundo objetivo es controlar la narrativa. Trump entiende que, en política, la percepción puede pesar más que la realidad. Al comparar a Washington con Ciudad de México, Bogotá o Bagdad, no busca precisión estadística, sino provocar, dramatizar y garantizar que la conversación pública se centre en su acción. Las cifras quedan relegadas; las imágenes de soldados en la calle se imponen como verdad visual.
El tercer objetivo es consolidar poder institucional. Washington, D.C., es una jurisdicción particular: no es un estado y el presidente tiene facultades más amplias sobre ella que sobre cualquier otra parte del país. Al intervenir, Trump mide hasta dónde puede estirar esos límites y deja sentado un precedente. Si esta fórmula se acepta sin resistencia, podría replicarse en otras ciudades cuando le resulte políticamente conveniente.
No es la primera vez que recurre a este tipo de tácticas. En 2020, durante las protestas por el asesinato de George Floyd, amenazó con invocar la Ley de Insurrección para enviar fuerzas federales a ciudades gobernadas por demócratas. El patrón es el mismo: presentar la seguridad como un escenario donde él es el protagonista y la solución, incluso si el problema se ha magnificado para ese propósito.
El riesgo es que se normalice la militarización como herramienta política. La seguridad pública debe atender causas reales con estrategias sostenidas, no convertirse en escenografía electoral. En este caso, el despliegue funciona más como un cartel publicitario en movimiento que como una respuesta técnica a una crisis.
Trump sabe que las imágenes tienen más alcance que los reportes estadísticos y que su base no necesita cifras para convencerse de que está actuando. Para ellos, ver a la Guardia Nacional en las calles de la capital es prueba suficiente de que el presidente está en control.
Las tropas, tarde o temprano, volverán a sus cuarteles. Las calles recuperarán su ritmo habitual. Pero el precedente permanecerá, listo para usarse nuevamente cuando la campaña lo requiera. Y ese es el verdadero saldo político de la operación: un mensaje potente que no busca resolver un problema inmediato, sino consolidar una estrategia de poder.
Porque, al final, la jugada de Trump no solo habla de seguridad. Habla de política. De elecciones. Y de cómo, en sus manos, la línea entre ambas puede ser tan delgada que apenas se note.