Confieso, me cuesta comprender el término “populismo” y más aún el “populismo penal”. Pero entiendo y constato los retos presentes y futuros que ya tienen nombre.
El populismo se define como una tendencia política “que dice defender los intereses y aspiraciones del pueblo”. Se suman enunciaciones: es quien busca atraer a clases populares siendo su portavoz, haciendo de los grupos contrarios “los otros”.
Para el caso del crimen, el populismo penal señala al delito como el enemigo público número uno.
Cuando existe la percepción de que los delitos y la impunidad aumentan, así como que el orden social está amenazado, la ciudadanía pide mayores castigos. Lo escuchamos en cada campaña política: más años de cárcel para los delincuentes e incluso la pena de muerte.
Un aspirante o un político, atendiendo el termómetro de la opinión pública, está tentado a que las respuestas se adjudiquen a las instituciones de justicia, sin ahondar en políticas públicas.
Se proponen soluciones simplistas en el combate al delito, cuando hay que colocar una frase simple o dar un discurso fuerte. Lo que casi siempre denota, es ignorancia en quien propone “soluciones” que son inoperantes e ineficaces, porque realmente su objetivo es salir de una coyuntura, llamada elección o crisis.
¿Cómo se llega al populismo penal? Según el Centro Internacional para Académicos Woodrow Wilson y que en este espacio se expresa con irreverente simplicidad, llegamos a él cuando se excluyen a especialistas “operativos” y académicos del desarrollo de la política criminal y comienza a tomarse decisiones basadas en la victimización de actores visibles únicos y no en un estudio del fenómeno criminal.
Se suma una democracia desinformada, a la que se le limita la información y que tiene un pobre interés por exigir y conocer más de la materia, que explica por qué el punto de atención principal está en el castigo y no en lo que derivó en el delito. Un factor adicional es el miedo y la incertidumbre sobre la capacidad del Estado para regular los cambios en la sociedad.
El Centro cita cinco lecciones corroboradas tras el estudio de naciones latinoamericanas, que debieran ser conocidas por quienes toman decisiones.
La primera es que la sanción penal como solución no resuelve el crimen y trae otros problemas: congestión de cárceles con sentencias largas y saturación del sistema penal. Le sigue el reto de la inversión necesaria para que el sistema penitenciario (que no da votos) evite sobrepoblación, especialización criminal y hechos de mayor violencia.
La tercera lección es que la prevención se instala en la narrativa de las políticas públicas sin un desarrollo metodológico y unificado que permita evaluar sus resultados. La cuarta, es la limitada capacidad de gestión y gobierno, refiriéndose a la falta de diagnósticos, información sistematizada y profesionalización de instituciones, lo que resulta en una falta de continuidad de políticas públicas (encontrar el hilo negro cada tres y seis años).
Esto es coherente con la quinta lección: limitadas capacidades institucionales ante el crimen organizado, que además son cortoplacistas.
En un México en donde instituciones policiales han sido pulverizadas, la prisión preventiva oficiosa se ha convertido en “el método” y la delincuencia organizada amplía el abanico de actividades a tráfico de medicamentos y madera, con cooperación de actores sociales, las lecciones toman más argumentos.
Lo lamentable es que el documento elaborado por el Wilson Center, tiene fecha del 2013. Y contrario a tomar lo que era efectivo, para seguir construyendo, pareciera que hubo todo el empeño por aportar evidencias a su razonamiento.
Sophia Huett