Mariana vivía para la Policía. Todo pasaba a un segundo plano cuando se trataba del trabajo. Su pasión solo era comprendida por quienes vestían la misma armadura azul que ella. Se concentraba día a día en dar su mejor esfuerzo para avanzar en su carrera, y lo estaba logrando.
Durante los últimos doce años estuvo ajena al mundo político, viviendo experiencias que para otras personas les significa una vida entera: muerte de compañeros, un divorcio, soledad y un aborto, pero también muchas satisfacciones. Había visto crecer su institución a pasos agigantados, con procesos claros que fomentaban la integridad y modernidad. Ella misma se había ganado un lugar incuestionable por sus resultados, además de recibir capacitación en agencias estadounidenses y la satisfacción de ayudar a muchas personas de manera directa e indirecta.
Carlos por su parte, ingresó a la Policía de su municipio por un amigo. De inicio no estaba muy convencido, pero se fue enamorando de su imagen en el uniforme y de la vocación policial. Solo había algo que le incomodaba: las cuotas que el titular les pedía. Cuotas derivadas de la corrupción.
Mientras había compañeros que se quedaban con una parte de “las mordidas” para hacer un colchón o salir en gastos, Carlos prefería poner de su propia bolsa a robarle a los detenidos o aceptar el dinero del ciudadano corrupto. De tonto no lo bajaban, pero Carlos lo prefería así.
Vinieron las elecciones y ninguno de los dos fue a votar porque estaban de servicio. Tenían distintas funciones, ambas orientadas a garantizar la democracia. En ambos casos también, ganó un partido diferente al que gobernaba y ahí empezó todo.
En el caso de Mariana, no sabían qué hacer con ella y estaba francamente desocupada. A Carlos le comenzaron a exigir más dinero los nuevos mandos, cuyo único mérito era tener una relación con el dirigente en turno y que poco o nada sabían del tema policial.
Llegó el covid a México y Mariana enfermó. Todavía lloraba la muerte de su madre, a la que no pudo cuidar, cuando llegó a su puerta personal para recabar su firma en la hoja de baja de la institución. No solamente se quedó sin trabajo, sino también sin servicios médicos.
Bajo el argumento de la mentada depuración policial y a fin de lograr un efecto mediático, a Carlos también le llegó su baja. Acusándolo de corrupto, lo amenazaron de que, si se inconformaba le abrirían un proceso en el que tenía todas las de perder.
Ambos lloraron de coraje, de desesperación, de dolor. ¿De qué habían servido tantas horas y vida invertidas en servir? ¿De qué había servido resistirse a la corrupción si al final eran echados a la calle sin prestaciones e incluso sin dinero?
Y luego llegaron (de nuevo) los políticos que exigían una Policía íntegra y en la que se pudiera confiar.
¿No será que primero hay que tener una clase política que conozca lo que significa la política pública que respeta la carrera policial para tener una Policía confiable?
Y si, también la Policía debe de votar. Hoy menos que nunca, puede estar ajena a las decisiones políticas de México.