En una comunidad de la sierra de Zacatecas, la tranquilidad se perdió hace ya dos años. Al principio fueron rumores: se decía que bajo los cerros había litio, el llamado oro blanco del futuro. Luego vinieron los hombres armados, las camionetas sin placas y las ofertas disfrazadas de inversión. Los líderes del ejido fueron presionados para firmar contratos que no entendían o que, simplemente, no querían aceptar. Quienes se opusieron desaparecieron, y el resto supo que era momento de callar o marcharse. Desde entonces, esa tierra —que por generaciones fue comunal, compartida y sembrada— ya no les pertenece. Lo que parecía una oportunidad de desarrollo, se transformó en despojo y miedo. Esta comunidad zacatecana no es la única. Es apenas un punto más en un mapa que el crimen organizado ha ido trazando bajo tierra.
En los últimos años, la minería se ha convertido en uno de los negocios más rentables para los grupos criminales en México. Y no se trata solo del saqueo de oro o plata, como ocurría desde hace décadas, sino de una lógica mucho más amplia y sofisticada: controlar zonas mineras, extraer recursos, transportar materiales y comercializarlos a través de redes legales e ilegales. El crimen encontró en la minería un modelo casi perfecto: se trata de productos valiosos, con alta demanda internacional, fáciles de mezclar con material legal y muy difíciles de rastrear. No es lo mismo interceptar un cargamento de droga que demostrar que un lingote de oro fue fundido con metal extraído ilegalmente. Esa es la ventaja. Pero también es la tragedia.
Hoy, las organizaciones criminales no solo imponen cuotas a empresas que operan en zonas mineras. En muchos casos, son ellas mismas quienes dirigen la extracción, financian maquinaria, acaparan rutas de transporte o exportan el producto a través de puertos como Lázaro Cárdenas. El mineral viaja a Asia, a Europa, a donde se pague mejor. Y el dinero regresa limpio, transformado en inversión, en armas, en territorio.
El litio ha detonado una nueva etapa de esta historia. Aunque en México aún no se explota industrialmente, la expectativa de grandes yacimientos —especialmente en Sonora, Zacatecas, Chihuahua y Jalisco— ya despertó el interés del crimen. Empresas exploradoras han sido hostigadas, comunidades enteras desplazadas o amenazadas, y en el vacío institucional ha surgido una estructura paralela de control territorial y económico. El litio, mineral clave para la transición energética global, se ha vuelto también un motor de violencia y saqueo en regiones donde el Estado solo aparece en el discurso.
Y es que para apoderarse de una mina, lo primero que hay que hacer es quitarle la tierra a quienes la habitan. Por eso, el despojo es una constante. En zonas rurales de Guerrero, Michoacán, Oaxaca y Chiapas, comunidades indígenas y ejidos han sido víctimas de un patrón conocido: primero llegan las amenazas, luego las presiones legales simuladas, y al final, la ocupación forzada. En muchos casos, los títulos de propiedad comunal o los usos y costumbres no son reconocidos por las autoridades, y eso facilita que el crimen —a través de empresas fachada o con armas en mano— se imponga. Así, miles de hectáreas han cambiado de manos sin necesidad de firmas, solo con la fuerza.
Todo esto ocurre ante la mirada limitada de un Estado que ha intentado respuestas parciales. Las reformas a la Ley Minera, la nacionalización del litio y la creación de LitioMx suenan bien en el papel, pero carecen de operatividad real en los territorios donde manda el miedo. La presencia militar en algunos corredores mineros puede frenar el robo momentáneo, pero no desmantela las redes de blanqueo ni ofrece protección efectiva a las comunidades. Mientras tanto, los minerales siguen saliendo del país y el crimen se sigue financiando con lo que debería ser riqueza nacional.
Porque hoy, los cárteles ya no solo trafican droga: venden hierro, exportan plata, cobran cuotas por camiones llenos de material y se preparan para dominar el litio. Bajo tierra, también quiere mandar el crimen. Y lo hace con una lógica económica que mezcla impunidad, violencia y legalidad simulada.
Lo más grave no es solo lo que se llevan, sino lo que dejan atrás: comunidades rotas, tierras saqueadas, territorios sin futuro. Si México quiere frenar esta nueva veta del crimen, no bastan leyes o discursos. Se necesita presencia real del Estado, mecanismos efectivos de trazabilidad, protección a los pueblos y una voluntad firme de no permitir que el subsuelo se convierta, también, en botín.
Porque mientras se habla de justicia ambiental, de soberanía energética y de transición ecológica, hay comunidades en donde la única transición visible es la del miedo. Y la única minería que avanza, es la del crimen.