En México, las historias desgarradoras y los señalamientos de que actores políticos pudieran estar ligados al crimen organizado ya no sorprenden: duelen, pero no asombran. Y eso, en sí mismo, es una tragedia.
No es normal —ni sano— que vivamos atrapados entre rumores, filtraciones y sospechas. Que cada semana surja un nuevo nombre bajo sospecha, y que ya nadie reaccione. Que hayamos aprendido a convivir con la desconfianza, como si fuera parte del paisaje. Eso no es vida democrática: es una herida abierta, que se agrava cada día.
Nos duele, como país, no poder mirar con confianza a nuestras propias instituciones. Duele que tantas veces la justicia parezca depender más de lo que se diga en Washington que de lo que pueda esclarecer una fiscalía en México.
Las instituciones no ofrecen respuestas claras, y cualquier voz de un organismo o medio internacional luce más creíble que la nuestra. Cada vez que se instala la duda, se profundiza una grieta. No sólo se debilita el Estado de derecho: también se marchita la esperanza.
Eso tiene un costo. No sólo para la política, sino para la economía, la inversión, el comercio, la convivencia. Hoy, el país proyecta incertidumbre. Y cuando un país no transmite certeza, pierde confianza, dentro y fuera de sus fronteras.
Lo más grave es que la alternativa —seguir normalizando la especulación, el descrédito, el silencio institucional— nos está arrastrando a una descomposición más profunda de lo que muchos alcanzamos siquiera a dimensionar y que costará generaciones recuperar.
Sanar no puede significar olvidar; significa reconstruir. Si queremos otro país, necesitamos otro pacto con la verdad. Y ese pacto empieza por fortalecer nuestras instituciones, por blindarlas del poder y, sí, también por blindarnos de la indiferencia.
Nuestra sociedad necesita reconciliarse con los valores que algún día le dieron rumbo. Sin ellos, ninguna ley bastará y ningún futuro será posible.
Hubo un tiempo en que las familias se sentían orgullosas de una vida humilde pero honrada; en que la decencia valía más que el dinero mal habido; en el que la palabra contaba. Hubo un tiempo en el que el dinero no se aplaudía a toda costa.
Con ese tiempo necesitamos reencontrarnos por el bien de todos y porque en lo que fuimos aún hay claves para lo que podemos ser.