Política

Rehabilitar la política

En el marco de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2023, el Instituto Electoral y de Participación Ciudadana del Estado de Jalisco (IEPC Jalisco) abrió espacios de diálogo y reflexión bajo la propuesta “Recuperemos la política”. Eso me llevó a un texto, una propuesta (declaración) de la Comisión Social del Episcopado Francés ofrecido en el año 2000 con el planteamiento “Rehabilitar la política” (ver: https://bit.ly/3R6GaCL), el cual ofrece una radiografía sucinta sobre la “política devaluada” y una democracia que muestra signos de “anemia”. Una reflexión, que, a 23 años y medio, desde el contexto de Francia y Europa, parecería mostrar algunos rasgos que desde nuestro contexto están vigentes y merecedores a considerar.

La política, como actividad humana, está presente y viva en todos los ámbitos de nuestra vida. Mientras la política sea vista, tratada, analizada, asumida, como propiedad de unos cuantos y reducida a un solo ámbito de la vida y actividad social, ni se recuperará ni se rehabilitará. O, ¿quién y para quién se requiere recuperar?, ¿para qué y para quién rehabilitarla?

La declaración de la Comisión Social del Episcopado Francés, sin ser exhaustiva, sí provocativa, ofrece elementos no despreciables de manera a priori, pues toca puntos sustanciales no exentos de debate.

En la lógica para rehabilitar la política, parte señalando que “la política es una obra colectiva, permanente, una gran aventura humana. Cada vez tiene dimensiones nuevas y más extensas. Concierne tanto a la vida cotidiana como al destino de la humanidad en todos los niveles. La imagen que tiene en nuestra sociedad ha de ser revalorizada. Se trata de una actividad noble y difícil”.

Si la política está devaluada o degradada, señala el documento, en parte es porque “la opinión pública tiene la sensación de que los gobernantes sucesivos son incapaces de resolver los grandes problemas actuales y diseñar un futuro”; se registra un “alejamiento de los centros de decisión”, pues “los responsables políticos y socio-profesionales se enfrentan a la complejidad de los problemas, a la urgencia del momento, a la lógica despiadada de los mercados. A menudo se sienten tentados a acudir a expertos, a ceder ante los grupos de presión o la opinión de la calle. Una clase dirigente despojada de las preocupaciones cotidianas de la población no podría cumplir sus promesas. Aumenta el abismo entre la oferta institucional y la demanda ciudadana. Muchos de estos últimos renuncian a comprender lo que está ocurriendo, a intervenir en el destino colectivo. He ahí el porqué de la fuerte disminución de la militancia, la participación electoral irregular, el absentismo creciente y la disminución de los inscritos en las listas electorales, sobre todo entre las generaciones jóvenes”.

A lo anterior, se suman los “negocios”, es decir la corrupción, en la que “los que han participado personalidades y partidos han provocado acusaciones, sospechas, amalgamas y generalizaciones”. Pero se pregunta: “¿Podría reducirse la política a una mera gestión de expedientes complejos, a la solución de conflictos de intereses, la regulación de egoísmos corporativistas o locales, la sumisión a la lógica de aparato de los partidos? Un debilitamiento tal abriría el camino al renacimiento de ideologías extremistas que explotan los miedos y desarrollan temas demagógicos que conducen a exclusiones y al odio”.

Frente a estas “realidades”, apuntan que “la política es esencial: una sociedad que la menosprecie se pone en peligro. Resulta urgente rehabilitarla y replantearse en todos los ámbitos (educación, familia, economía, ecología, cultura, sanidad, protección social, justicia...) una relación activa entre la política y la vida cotidiana de los ciudadanos”.

Y para ello, plantea que la política requiere tener como ambición la "convivencia" de personas y de grupos que, sin ella, permanecerían ajenos los unos a los otros; no perder de vista que la “organización política existe por y para el bien común, que es algo más que la suma de intereses particulares, individuales o colectivos, a menudo contradictorios entre sí”; que entre sus objetivos está el controlar la violencia “allí donde se presente”, pues “la política es en cierto modo el ‘mayor englobador’ de los diferentes sectores de la vida en sociedad: economía, vida familiar, cultura, entorno. Se encuentra en todas partes, pero no lo es todo. Caeríamos rápidamente en el totalitarismo si el Estado pretendiera asumir la carga directa del conjunto de las actividades cotidianas”.

Además, señala la necesidad de valorar la política, ya que “es imposible negar la nobleza del compromiso político. Los abusos existentes no deben constituir el árbol que oculte el bosque de todos aquellos que, animados por la preocupación de la justicia y de la solidaridad, se desviven por el bien común y conciben su actividad como un servicio y no como un medio de satisfacer su ambición personal. Denunciar la corrupción no equivale a condenar la política en su conjunto, ni justificar el escepticismo y el absentismo en relación con la acción política”.

Luego, los obispos franceses plantean la necesidad de “vivir juntos la democracia”, pero advierten que “este sistema no colma totalmente las expectativas de los hombres, pero, en su formato occidental, fundado sobre el equilibrio de poderes y la soberanía de un pueblo de ciudadanos iguales en derecho, se presenta como el modelo más humanizante, incluso aunque sea necesario regenerarlo constantemente”.

Aunado a lo anterior, la democracia, de la cual se discute menos, “parece estar envejeciendo y sufrir anemia; revela algunos de sus límites y de sus fragilidades. Muchos ciudadanos se convierten en consumidores que cada vez reclaman más derechos garantizados, aceptando siempre menos deberes compartidos. Y es que la democracia no es una circunstancia surgida de forma espontánea ni un logro definitivo, sino el resultado de combates de generaciones sucesivas, que cada generación debe retomar y llevar a cabo por su cuenta”.

¿Y por qué? “La causa principal de la fragilidad de nuestras democracias reside en esta invasión del individualismo extremo, del "para uno para sí mismo", fruto de un liberalismo que rechaza cualquier coacción y de la permisividad generalizada que permite que cada uno haga lo que le plazca. Viviendo en un imaginario social en el que dominen el miedo al futuro y la ausencia de un proyecto global, los franceses, prisioneros del instante y de la emoción, se aferran a sus ventajas, piden al Estado-providencia que les tranquilice y que les aporte resultados inmediatos. Otra de las causas reside en la exacerbación de las diferencias, en los reflejos de identidad o étnicos de grupos que, sintiéndose amenazados o ignorados, recurren a la violencia, desean acallar y excluir a los otros”.

Sin embargo, abonando al debate sobre la democracia, señalan que ésta tiene exigencias, como “virtud, tanto para los dirigentes como para los propios ciudadanos. Precisa una ética que descanse en un sistema de valores esenciales: libertad, justicia, igualdad de dignidad de las personas, lo que denominamos el respeto de los derechos del hombre. Es necesario imponer una vigilancia ante determinados tipos de funcionamiento democrático que parecen minar progresivamente estas virtudes que incluso la democracia precisa: ello se da concretamente cuando se considera que una decisión es válida simplemente porque es el fruto del voto mayoritario”.

Además, “resulta igualmente urgente comprender que los derechos de cada uno constituyen los deberes de todos. La noción de ciudadanía, tantas veces discutida en la actualidad, no se reduce al mero control, a intervalos regulares, de los responsables políticos escogidos en las elecciones sucesivas. Cada uno porta su propia fecundidad social que hay que valorar. Pasar del estado de ciudadano-consumidor al de ciudadano-actor es un objetivo fundamental. La política es obra de todos. Resulta vano esperar de la clase política, de los dueños de las empresas, de la policía, de los magistrados y de los detentores del poder un civismo que no sea el del conjunto de la población”.

Pero, “no existe una verdadera democracia sin comportamientos democráticos: aprender a conocer y a reconocer al otro; fomentar el debate en vez de la lucha; desarrollar el diálogo y el sentido del compromiso; hacer prevalecer la razón sobre la pasión; prohibir el uso de la violencia y de la mentira. La democracia implica, antes de realizar cualquier elección, la reflexión y el debate, la información y el análisis, reglas del juego controladas. La labor indispensable de los partidos políticos consiste en alimentar el debate público.

Aunado a ello, se requiere un aprendizaje de la democracia, la cual se da “mediante su práctica a lo largo de toda la vida. Una sociedad de asistencia puede desembocar en la irresponsabilidad, así como en la degradación, incluso a la muerte de la democracia. Esta educación permanente afecta a la comprensión de los grandes movimientos de nuestras sociedades y de las instituciones que se esfuerzan por conducirlos, a la formación con conciencia crítica y sobre todo a la toma de responsabilidades”.

Rehabilitar la política es posible, y más apremiante en momentos de intensidad político-electoral.


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Rubén Alonso
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