Sobrellevamos mal que bien las vicisitudes de la modernidad. El mundo ha sido un escenario de cambios desde la noche de los tiempos —los humanos descubrieron el fuego, comenzaron a trabajar la piedra, se sirvieron del metal, vivieron luego el advenimiento de la electricidad, la aparición del aparato de radio, la llegada de la televisión y todo eso— pero, hoy día, la avasalladora intromisión de la tecnología ha transformado radicalmente nuestra cotidianidad.
En algún momento escribí aquí sobre el pernicioso ensimismamiento de la gente frente a la pantalla de sus artilugios electrónicos: de pronto, sin darnos siquiera cuenta, hemos renunciado al disfrute de lo real y no apreciamos ya la belleza de las cosas, o la existencia misma de los demás, absortos como estamos en el consumo de toda suerte de contenidos.
Y esto, curiosamente, justo cuando le conferimos una descomunal importancia a la comunicación con los seres remotos que habitan el espacio de lo virtual y cuando cada uno de nosotros cuenta con los medios de promover su personita, a diario y sin respiro, en las redes sociales.
Por poco que nos encontremos en un restaurante de postín, que hayamos estrenado ropajes de marca o que hayamos viajado a un parque temático, el primer impulso es publicarlo en línea, sirviéndonos de la omnipresente internet, para adquirir notoriedad a muy bajo costo.
Quienes necesitaban escribir un ensayo o protagonizar un papel secundario en una telenovela o cosechar ciertos mínimos logros para alcanzar su tajada de fama terrenal, se codean ahora con la multitudinaria feligresía convocada por el demandante dios de la vanidad.
Esta servidumbre no es exclusiva, sin embargo, sino una de tantas: las mentadas redes propalan también una agobiante sarta de consejos, advertencias y admoniciones al punto de encontrarnos auténticamente asfixiados bajo el mandato de no ser ya quienes somos ni de hacer lo que hacemos: según lo sentencie el inquisidor de turno, una simple taza de café puede ser pecaminosa de necesidad —aunque también clandestinamente saludable— y ciertas verduras volverse obligatorias para el bienestar espiritual, así sea que los consumidores de embutidos las consideren perfectamente prescindibles. La alegre despreocupación de éstos los hará merecedores, desde luego, de las más severas condenas y amenazas.
Lo peor, con todo, es la indigna importación de los usos de nuestros vecinos del norte, trasmutados ya en un modo de vida obligatorio: en esa maligna subcultura suya de la rentabilidad por decreto no hay lugar para la menor forma de desperdicio y toda experiencia debe ser un aprendizaje.
A su vez, la dictadura de tener que vivir gozosamente cada momento —encarnada en la sentencia latina ‘carpe diem’— nos inunda de culpabilidad a los individuos inexpertos en esas lides, tan incapaces de alcanzar la constante beatitud como de dominar el arte de la meditación. En fin…