Política

Vamos a morir todos. Pero, por favor, no nos maten primero…

Varias son las plagas bíblicas que nos flagelan a los humanos. Al final moriremos todos pero, justamente, la manera en que habremos de transitar hacia el más allá tiene su importancia, vaya que sí.

El final del camino puede dibujarse anticipadamente en el horizonte, como cuando te diagnostican en plena juventud una enfermedad terminal, y son también muchas las dolencias —por ejemplo, esos infartos que siegan la vida de más de 200 mil mexicanos cada año— que figuran en el catálogo de las llamadas “muertes naturales”.

Pero, justamente, una cosa es fallecer por un cáncer a los 80 años o caer fulminado, digamos, por un rayo —sería, en este caso, un fallecimiento accidental— y otra muy diferente es que llegue un tipo y te mate.

En este sentido, el hecho de invocar las cifras de los decesos causados por las patologías que padece una población y compararlas con los números de gente asesinada viene siendo un tanto aberrante porque el homicidio, en sí mismo, es un acto primordialmente monstruoso, y esto, desde los tiempos en que Caín se cargó a Abel.

Antes que nada, un Estado moderno cuida a sus ciudadanos. Es su primerísima razón de ser. Por eso mismo, para evitar que una cantidad excesiva de habitantes vaya a dar con sus huesos a un cementerio, es que hay campañas de vacunación, que existen hospitales públicos, que se garantiza el abasto de medicamentos y, sobre todo, que los individuos más feroces, sanguinarios y peligrosos son neutralizados por las autoridades.

La mera existencia de esos sujetos, los asesinos, sería vagamente explicable en tanto el instinto de muerte corre también por las venas de los individuos de la especie humana. El asunto se vuelve menos entendible, sin embargo, cuando cotejas los porcentajes de homicidios acaecidos en diferentes territorios del globo terráqueo y adviertes, ahí sí, que hay “países pacíficos” —Japón, Noruega, Bolivia, Nueva Zelanda o Portugal— y otros que no son nada apacibles como nuestra nación: ocupamos un muy poco honroso décimo primer lugar, con una tasa de 26 asesinatos al año por cada 100 mil habitantes.

¿Qué es entonces lo que ocurre? ¿Por qué en Islandia no hay casi asesinatos y porqué en América Latina y el Caribe tienen lugar tantísimas muertes intencionales?

Más allá de que los sociólogos emprendan muy sesudas investigaciones y de que puedan aventurar algunas hipótesis sobre los rasgos culturales que compartimos los hispanoamericanos (las teorías se torcerían a las primeras de cambio al constatar que las tasas de homicidios de Jamaica, una nación con la que no tenemos nada que ver, son espeluznantes, lo mismo que las de las Bahamas y Trinidad y Tobago), nuestra realidad es sobrecogedora. Y no, no es que ocurran infartos o comas diabéticos: es que el régimen de doña 4T no nos vacuna, no provee medicamentos para el cáncer, no gestiona bien las pandemias y, sobre todo, no nos protege de los asesinos que avasallan el territorio nacional. En sus haberes figura ya un millón de muertes que no tendrían por qué haber ocurrido. Vaya herencia...


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Román Revueltas Retes
  • Román Revueltas Retes
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  • Violinista, director de orquesta y escribidor a sueldo. Liberal militante y fanático defensor de la soberanía del individuo. / Escribe martes, jueves y sábado su columna "Política irremediable" y los domingos su columna "Deporte al portador"
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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