El papel de pariente pobre de nuestros socios norteamericanos no es muy glorioso que digamos. Desembarcaron los vecinos del subcontinente septentrional en el mentado AIFA y lo primero que les incomodó en el trayecto de más de una hora hacia Polanco —así de despejado como hubiere estado el camino y así de raudamente como se desplazara la mecanizada ‘Bestia’— fueron los baches que tanto nos fastidian también a nosotros, los naturales de Estados Unidos Mexicanos.
En Canadá y en los otros Estados Unidos —los de América— las avenidas y las carreteras están bien pavimentadas porque el capitalismo, apuntalado por la democracia liberal y debidamente domesticado por papá Estado, genera riqueza.
Esto, lo de que la economía de mercado es la mejor receta para repartir bienestar, como que todavía no lo terminamos de entender los quejicosos latinoamericanos: empantanados en nuestros rencores, vivimos con la mirada puesta en el pasado y pretendemos seguir rentabilizando nuestro lastimoso victimismo en el presente. En lugar de intentar cambiar ya de una buena vez las cosas para beneficiarnos de la modernidad, nos ponemos nosotros mismos piedras en el camino.
En algún momento dimos la impresión de haber entendido por dónde iba el tema del progreso y la oleada democratizadora que recorrió la región al terminar el siglo XX pareció ser muy prometedora. Pero el hecho mismo de estar constatando ahora que el conservadurismo de nuestras sociedades se ha vuelto a manifestar bajo el signo del populismo revanchista nos habla de que Latinoamérica puede recorrer, una vez más, la sempiterna senda de las décadas perdidas: en las postrimerías de la pasada centuria no se había implantado todavía el tal “socialismo del siglo XXI” ni el resucitado credo bolivariano servía de pretexto para instaurar dictaduras como las de Venezuela y Nicaragua. Hoy, los regímenes de la trasnochada “izquierda” latinoamericana cierran flagrante y descaradamente los ojos ante los abusos perpetrados por los nuevos déspotas regionales pero, eso sí, se solazan en condenas al “imperialismo” —vuelve el rústico lenguaje de otros tiempos—, en acusaciones y airadas exigencias. Lo peor, sin embargo, es la implementación de las más nefastas y perjudiciales políticas públicas.
¿Tenemos remedio?
Román Revueltas Retes